Sobre el cierre del año (y comenzando el nuevo) vengo a proponerles un sueño: quebremos la inercia. Antes de proyectar nada, antes de entregarnos al calendario nuevo, tomémonos un minuto (o diez o mil) para ser gentiles con nosotres mismes.
Hay un momento en el que el año te dice "ya no me pasan cosas con vos". Ojo, quizás es recíproco, como en cualquier relación. Y puede que llegado el caso elijamos jugar la carta de les desentendides, para no hacernos cargo de lo que nos pasa (o de lo que ya no nos pasa) con todo lo que proyectamos.
Usualmente la ficha nos cae ahora, cuando se nos termina el crédito precargado.
Diciembre siempre es un mes complejo. Hay algo en los algoritmos y en los especiales de navidad que nos invita a hacer un repaso del año y que muchas veces nos deja con sabor a poco. Mientras más pasan los diciembres más me convenzo de que son una maldición, al igual que el mes de enero, pulcro y nuevo y a la espera de ser garabateado.
En esa retrospectiva, usualmente, nos amargamos. Y poco se nos habilita el mal humor. A todes en general, y a las mujeres menos. Tener mal humor, sentir angustia, padecer ansiedad e incluso deprimirnos es haber perdido la batalla. Porque contra eso luchamos los 365 días del año, y de eso nos queremos desprender cada vez que esperamos a que Crónica Tv nos pase los últimos segundos del año que se va y nos de la bienvenida al año nuevo. ¿Qué clase de pensamiento mágico es ese? ¿Por qué le cargamos a ese pase del calendario una suerte de macumba antológica, como si la sidra y el turrón formaran parte de algún antiguo truco de prestidigitación? Quizás es el mismo pensamiento mágico que adorna tazas y posteos de Facebook, que llena nuestras retinas con frases motivacionales vacías imposibles de cumplir, que nos invade cada conversación, cada cosa que compartimos en Instagram, cada filtro que le imponemos a la mirada cansada o a las palabras ajenas.
Diciembre es un mes de cierres y de incertidumbres. Para quienes transitan el camino del viejo y querido laburo en negro y mal remunerado, diciembre se presenta como esa metáfora de todo lo que no lograste en el año en forma de aguinaldo y caja navideña. Con diciembre llegan las vueltas a la mesa familiar (de esa de la que muches corrieron) y repensar las metas, y recalcular los esfuerzos, y probarnos nuevamente el traje de baño para esa fiesta en la piscina a la que vamos a ir porque eso, y sólo eso, es vivir el verano.
La caja navideña y la maldición de les freelancers
Quizás es ese nexo entre la precariedad, la flexibilización, el no saber si tu contrato se retoma el año próximo y el tener que meterte por tercer año consecutivo en esa bikini que detestas -porque simboliza a las claras todos los mecanismos de control sobre el cuerpo que el patriarcado pretende ejercer-, que encontramos el punto de quiebre por el que ingresan los buenos deseos y augurios para el año que comienza.
Ante esto, ante la falta total de certezas, ante esa incertidumbre que los clase media alta predican como motorizadora de todas sus aventuras y sus ideas más estrafalarias, el resto de nosotres cedemos. Caemos una y otra vez en la trampa de imponernos metas, de fijarnos fechas y pautas, de intentar superar nuestras propias expectativas (que usualmente no son más que una versión licuada y edulcorada de las expectativas de les otres).
Yo sé, es difícil. Llegado el momento en que suenan las 12, nos permitimos el trago dulce de creer que por arte de magia o simple inercia del universo las cosas pueden cambiar. Y quizás no entendemos que en ese gesto esperanzador nos estamos imponiendo nuevos estándares, que difícilmente podremos cumplir.
El año que se va nos despide con el sabor amargo de ese pibe que te gustó y te terminó ghosteando. Y el año que viene, feliz y nuevo, ya te está sonriendo desde el otro lado de la barra con la calidez de una piba que baila Ráfaga en zapatillas. Así cualquiera.
Manual de Supervivencia para el año que comienza
Quisiera esbozar -como si esto fuera una simple carta al lector publicada en algún diario rancio que ya nadie lee-, algunas consideraciones que les comparto, y de las que no termino de apropiarme. La primera, la más fundamental, es que quizás no tenemos que castigarnos tanto.
(Ésta, claro, no se me ocurrió a mi. No la leí tampoco en algún cartel de feria ni en mi carta natal. Deviene del viejo y querido -casi abandonado- arte de conversar con la persona correcta en el momento indicado).
¿Hicieron el cálculo, mientras se flagelaban por no haber logrado nada, de la cantidad de cosas que hacemos en simultáneo? A veces me parece que ser millenial o centennial, feminista y disidente, y mantener un mínimo de información de lo que nos pasa alrededor (y de qué hacemos con eso) es como estar haciendo malabares 24/7. Todo tiene un sentido, todo se analiza, todo debe ser transformador. Hay que viajar, pero no a cualquier lado. Hay que leer, pero no cualquier libro. Hay que mirar series, pero las de esta lista. Hay que querernos con rulos, practicar este método mientras tanto, y chequear que los productos no sean testeados en animales. Hay que saber qué pasa en Chile, y en Bolivia, y en Rusia. Hay que llegar a fin de mes. Y si vamos a bailar, más que nada, chequeemos aún en el estado más profundo de ebriedad que esa banda no esté cancelada, que esa canción pase los filtros. Hay que repensar los filtros, por lo menos cada dos semanas. Hay que repasar estos artículos, y estas doce charlas TedX, y este documental sobre las ablaciones en Sudán del Sur. Hay que estar al día con los memes y los gags y las tendencias de camisas floreadas. Hay que tener opiniones sobre todo. Hay que expresarlas, con vigor. Hay que meter un par de stories. Hay que recibirse.
En algún momento a lo mejor nos pega el viejo y querido bicho de engancharnos con alguien. O enamorarnos. O generar un vínculo sexo afectivo estable que se adapte a las necesidades de todes y que cumpla con los parámetros de la responsabilidad afectiva y de la salud sexual y reproductiva y de las lógicas preestablecidas de lo que compartimos o no en redes y de la compatibilidad de los signos y vaya una a saber qué más. Y constatar, cada tanto, que no replique las lógicas del amor romántico hetero-cis-normativo, posesivo y tóxico.
Y en el medio de todo eso, mediante técnicas colectivas y estrategias minuciosas, hay que tumbar al patriarcado. Y al neoliberalismo. Y a los círculos concentrados de poder. Y a las megamineras. Y a la relación tóxica que tenés con tus jefes. Y no olvidarse de ponerle la pipeta al perro y de cuidar el agua.
Ya sé, esto se parece a algún monólogo con olor a pedo que un señor pelado de 50 años haría en Carlos Paz para quejarse de su suegra. Creo que estoy tratando de elaborar alguna teoría que nos aleje de las pretenciones y nos aproxime a la realidad: como si esto fuera una cena del domingo cuando ya no te queda nada en la heladera, en el año y en la vida hacemos lo que podemos con lo que tenemos. Y eso, francamente, no me parece mal.
Está este poema de Gustavo Yuste que me gusta mucho porque me resulta liberador:
“Las cosas a las que le pongo el corazón
terminan imitando
el mismo ritmo inútil
que me motoriza a mi”.
Hay algo en la eterna dicotomía de dividir el mundo en expectativas versus realidad que quizás nos impide apreciar el valor poético de los fracasos. Y no, no pretendo esbozar una suerte de monumento al conformismo. A veces las cosas no salen como las pensamos, como las queremos. Pero las pensamos, y las quisimos. Quizás de ahí no surja nada fundamental, ni transformador, ni grandilocuente. Pero no dejan de estar ahí, como un recordatorio de nuestras capacidades, de nuestras ganas, de todo lo que entra en juego por fuera de eso, del acto digno de sentarnos a esperar a que el resto de las fichas se acomoden.
Y aquí viene la segunda sugerencia (que ningune pidió): Si no miramos al año próximo y nos detenemos dos segundos a tratarnos con calma, con la misma calma y amabilidad con la que trataríamos a una persona querida, mientras hacemos un repaso de nuestro año viejo (ese que ya no quiere chaparnos en cuanto nos ve, pero aún nos mantiene algo cautives) algo le vamos a encontrar.
Y no, no se va a resumir en una frase del estilo “Solo los caminos duros llevan a la grandeza”, “Un día sin una sonrisa es un día perdido” o “Toma el riesgo o pierde la oportunidad”, que podrían encontrar en algún cartel de un centro de estética o, peor, en la Biblia. Quizás, en todo caso, se dé como una serie de momentos que no van a poder compartir en una story de Instagram, por mucho que quieran.
Hagan el repaso, amablemente. Que no es ni bajar las banderas, ni conformarse con menos. Es entrar al año nuevo con la sensación de que entre lo inesperado y lo que aún depende de nuestro pulso está la clave. Ese mensaje que mandamos una noche, al que le encontramos una respuesta afirmativa. Esa disputa que dimos en el laburo y que creíamos imposible de pechear. Esa charla, cara a cara, en la que nos perdimos, en la que no miramos ni una sola vez las notificaciones de nuestro teléfono. Esa comida que nos salió particularmente rica. Esa persona tóxica a la que ya no le damos entidad en nuestra vida. Esa plaza que llenamos, pidiendo por algo justo. Ese ministro de salud abortero. Esa noche en que nos fuimos a dormir más o menos contentes con nosotres mismes y esa mañana posterior en la que nos levantamos para chequear, posta, si eso había pasado.
Esa nochecita, en la terraza, en que nos pareció buena idea armarnos un medio autogestivo. Y las noches y las birras que siguieron, que lo mantuvieron latiendo pero que nunca lo volvieron inútil.
¿Me siguen?
Mandá "Periódicas" al 2020
Creo que al 2020, más que pedirle, hay que transferirle. Ahí hay magia, ¿o no monotributistes? Transferirle en esa moneda corriente de besos y mensajes, de marchas y de contrafestejos, de cálculos fallidos y de mucho laburo, mucha calle, mucha consigna, mucho cantar. Desde lo más profundo de nuestra individualidad, con el sabor en boca de la lucha colectiva. Esa que diferencia a nuestro discurso, que es bandera y es abrazo, del paupérrimo discurso de la meritocracia. Lo que logremos (o no) será nuestro. Cada beso y cada ley. Poco y nada tendrá que ver un cambio en el almanaque, o un simple flyer de Facebook que augura un Año nuevo y feliz.
Espero que en el 2020 caigan el patriarcado, el neoliberalismo, los discursos rancios y los vínculos tóxicos. Pero sobre todo espero que en ese dominó no se lleven puestas las conquistas cotidianas, el fuego y la ternura. En ese territorio de disputa es donde siempre salimos ganando.
Espero, también, que en el 2020 caigan cientos de miles de suscripciones para este bonito medio al que ustedes le dieron el “sí” hace rato. Que nos encontremos en las redes, en las plazas, en las calles, y en todos esos lugares a los que en este 2019 no pudimos llegar.
En este fin de año, pongamos menos esfuerzos en cambiar almanaque y más en tumbar puertas.
Produce y realiza podcasts. Edita audios para notas. Administra las redes sociales y colabora con su voz, poemas e ideas en la realización audiovisual.