Mientras la mayor parte del mundo se encerraba por la pandemia, mujeres qom de barrio Las Lomas salieron, se conocieron y se organizaron contra la discriminación de género y el verticalismo caciquista. Interpelan al Estado, que sistemáticamente las excluye. Y cuentan sus historias de transformación y lucha por derechos.
Autora: Gise Curioni
“Yo antes no sabía que tenía derechos. Juntarme con otras mujeres me abrió la mente”. Es la primera respuesta que le surge a Estela Flores cuando se la consulta por el significado que tiene en su vida la ronda de mujeres de la comunidad qom, gestada en el barrio Las Lomas de Santa Fe a mediados de 2020. De la ronda derivó también la creación de la Asociación Civil “Voceras Qom” (Na’aqtaxanaxanáPi, en lengua qom) para formalizar el proceso que unas 30 mujeres de esta nación indígena realizan hace ya un año y medio en busca de reducir la brecha de género, simbólica y económica que las ha marcado.
El barrio Las Lomas queda en el noroeste de la ciudad de Santa Fe, a 10 kilómetros del centro. Allí se erige uno de los agrupamientos qom más grandes del país y uno de los que mejor conservan la cultura, el idioma y las tradiciones ancestrales de este pueblo. La comunidad se conformó a partir de la década de los 80, cuando las familias empezaron a dejar sus hogares en el norte de la provincia de Chaco, empujadas por la pobreza y la falta de trabajo.
Según relata Pilar Cabré, geógrafa que hace años está vinculada a esta comunidad, el escenario que expulsó a los y las qom fue motivado por la mecanización de las tareas agrícolas en las que trabajaban (por ejemplo, la cosecha del algodón y de la caña de azúcar). Ya en los ‘90, esos cultivos fueron reemplazados por la producción de soja.
Las postales del barrio Las Lomas revelan las numerosas carencias que sufren sus habitantes. La mayoría de las viviendas son precarias y resultan pequeñas para las varias familias que se amontonan en apenas dos o tres ambientes. Sólo el acceso hasta el centro de salud está pavimentado; el resto de las calles son de tierra y se vuelven intransitables cuando llueve. Una parte del barrio tiene acceso a agua corriente, pero no hay cloacas. La energía eléctrica sí llega al barrio: la mayoría de los vecinos tiene conexiones legales aunque otros reciben el suministro de forma irregular. La acumulación de residuos en los frentes de las casas, en las veredas y en las calles es un problema sanitario.
A mitad de 2020, fue precisamente un operativo de saneamiento del Ministerio de Ambiente de Santa Fe uno de los detonantes para el proceso que vienen protagonizando las mujeres de la comunidad qom. En plena pandemia, las tareas de limpieza de zanjones y desagües eran cruciales, y cobró relevancia la importancia del manejo adecuado de los residuos para mejorar la calidad de vida y evitar las enfermedades.
En este barrio la mayoría habla lengua qom y son pocas las personas que hablan español. Frente a esta situación, el ministerio convocó a 10 mujeres a capacitarse como “promotoras ambientales” para transmitir la información del programa de saneamiento al resto de su comunidad.
En esos talleres las mujeres se encontraron por primera vez. Y una de sus primeras decisiones fue cómo nombrarse. Se denominaron “voceras”, y no “promotoras”, porque esta última palabra no tiene traducción ni significado en lengua qom. Con el correr de los encuentros, comenzaron a surgir y a debatirse otras problemáticas vinculadas a desigualdades estructurales: violencias y discriminación de género, dificultades en el acceso a la salud y a la educación. Las participantes pidieron que el espacio de los talleres continuara aún después de la finalización del operativo de saneamiento.
En ese contexto entraron en escena dos trabajadoras del Ministerio de Igualdad, Género y Diversidad de la provincia. Llegaron a Las Lomas para acompañar el proceso que las mujeres ya habían iniciado. Comenzaron a organizar rondas de encuentro los miércoles por la mañana. A las primeras 10 voceras se fueron sumando otras mujeres del barrio y el grupo siguió en constante crecimiento, hasta alcanzar las 30 integrantes actuales.
Estela: “Antes no sabía que tenía derechos”
Sentada en el patio de su casa una mañana muy calurosa, de esas que los santafesinos conocen de memoria, Estela relata pausadamente el camino que la expulsó de su Chaco natal y la trajo a Santa Fe. Cuando vivía en Las Lomas se dedicó a su familia y a su trabajo, sin hacerse mayores preguntas. Así fue hasta comienzos de 2020, cuando el coronavirus cambió la vida del planeta. “Antes de la pandemia las mujeres no nos juntábamos, no hablábamos mucho. Ahí nos empezamos a conocer y nos hicimos amigas, hasta las pibas con las viejas”, recuerda mientras espanta a alguno de los tantos perros que dan vueltas en el terreno.
En los primeros encuentros de los miércoles, las mujeres comenzaron hablando de su trabajo y de las situaciones cotidianas. Primero tímidamente y luego con la confianza que da la amistad, empezaron a compartir sus problemas: conflictos con sus parejas o ex parejas, dificultades en la salud y otros que, particularmente, padecen aquellas que viven en la pobreza. Por ejemplo, no contar con la documentación de sus hijos y así obtener el acceso a una ayuda estatal o los obstáculos a la hora de realizar cualquier trámite o una denuncia por violencia de género.
“Cada una tiene su opinión. Trabajamos mucho estos años, ahora nos respetan más y hasta nos discuten, porque dividimos las cosas. A veces chocamos con nuestro referente (cacique) porque nos reunimos y él no aceptaba que nos juntemos, siempre está su rechazo, es muy machista lo que está haciendo y hasta nos han amenazado”, cuenta la mujer de 46 años.
Con voz dulce, sin perder la firmeza, dice que ella puede trabajar y quiere hacerlo. También dice que es el cacique el que decide quiénes pueden acceder a nuevos empleos y las mujeres no están en esa lista. “Me dijo que no puedo trabajar porque no tengo marido. Las mujeres podemos trabajar, salimos adelante, tenemos dos manos y dos pies. Hay choque siempre pero igual seguimos, pase lo que pase”, asegura. Y deja de manifiesto una de las tantas situaciones a las que se enfrentan dentro de una comunidad que a veces también las expulsa.
“Este año pudimos salir a mostrarnos. Nos ayudó la Negra (Urgorri, trabajadora del ministerio de Género) a seguir adelante, a conocer los derechos, a abrir la mente. Antes no sabía que tenía derechos”.
Camila: “A nosotras la pandemia nos abrió puertas”
Las mujeres decidieron disputar el poder. Una de ellas se presentó como candidata al cacicado, históricamente en manos de un varón. Sin embargo, las amenazas y agresiones que sufrió terminaron logrando que se bajara de la candidatura y huyera del barrio por miedo. Otra mujer decidió tomar esa posta, Camila Quiroga. Atravesó un sinfín de obstáculos pero no se rindió gracias al acompañamiento y la organización de sus amigas, que hasta acudieron al Instituto Provincial de Asuntos Aborígenes Santafesinos (IPAAS) para lograrlo. Ellas están seguras de que una mujer podría cambiar la realidad del barrio, gestionando en forma justa y equitativa, logrando avances y mejor calidad de vida. Finalmente, perdió por menos de 30 votos. Lejos de la desilusión, sus brazos continúan en alto, entrelazados. El futuro no se negocia, los derechos tampoco.
“Es algo que salió de mí, veía que el cacique no nos dejaba participar, porque muchos jóvenes y jóvenas que quieren acceder a un programa son rechazados. De ahí las ganas de cambiar. A lo último aceptaron pero me hicieron la vida imposible… estuve ahí nomás. Fue decirle que las mujeres podemos, que ahora no somos las de antes. Yo antes era una mujer de la casa, de los hijos, de la artesanía, hoy sé cuáles son mis derechos. Eso surge cuando empezamos a juntarnos, somos producto de la pandemia, que cerró puertas pero a nosotras se nos abrieron”, expresa Camila.
Está convencida de que se necesita una profunda transformación en el Estado para que las mujeres indígenas conozcan y accedan a sus derechos. Dice que las trabajadoras y trabajadores de los distintos estamentos no están preparados para brindarles apoyo y acompañamiento; eso significa otra forma de expulsión. “En lugares donde tendríamos que sentirnos contenidas, terminamos llorando, sintiéndonos mal por ser mujeres indígenas cuando vivimos hablando de derechos e igualdad”, se lamenta.
Gladis, traductora qom y futura abogada
Gladis Jara tiene 26 años y trabajó hasta hace poco en el Centro de Salud del barrio como traductora del qom al español. Su contrato terminó y espera una resolución que le permita seguir. Es ella quien hace de nexo entre la comunidad y los distintos ámbitos del Estado. Apenas iniciada la pandemia, fue quien salió en los medios de comunicación para hacer evidente que en el barrio el aislamiento no iba a protegerlos si estaban totalmente desamparados de todos sus derechos. Asegura que su función como traductora está avalada por los distintos grupos que conforman la comunidad y que es necesario que su situación laboral se solucione pronto porque de ella depende que muchas personas puedan acceder a la salud.
No sólo ejerce como intérprete en el centro de salud barrial, sino que también la convocan desde los hospitales Iturraspe y Cullen cuando surge algún obstáculo en la comunicación entre el personal de salud y los pacientes de la comunidad qom: “Cuando los médicos ven dificultades a la hora de atenderlos, o cuando notan que no entendieron las indicaciones, o es necesario pedir autorización a las familias y explicarles los riesgos de una operación, me convocan y yo me acerco para intervenir y traducir”, explica Gladis.
Desde que comenzaron con los encuentros de las mujeres, dice, cambiaron “un montón de cosas”. “Básicamente, estamos rompiendo con la normativa de la comunidad. La bajada de línea del caciquismo es una réplica del machismo, el patriarcado y el colonialismo. Por eso nos juntamos. Nuestra cooperativa se llama ‘Las artesanas organizadas’. Nos convoca que todas somos artesanas independientes pero organizadas cuando hay este tipo de cuestiones, como el cierre de talleres. Pequeñas acciones que desafían al caciquismo y eso es lo que hace falta realmente dentro de la comunidad, que no haya más alguien que diga ‘sin mi autorización ustedes no hacen nada’”.
“A veces trato de corregir, sé que muchos criollos nos dicen que nosotras somos referentes de la comunidad y no es así, somos simples mujeres en el mismo lugar que otras mujeres, pero pensamos qué es lo que a cada una le hace falta o qué es lo que se puede proyectar, cuáles son los beneficios para ciertos proyectos y eso es lo que venimos sosteniendo y replicamos con otros jóvenes”, afirma Gladis.
Futura estudiante de abogacía, será la primera persona de la comunidad en pisar una universidad. Explica que para cualquier actividad que se quiera emprender, como en su caso estudiar, debería pedirle autorización al cacique, pero no lo va a hacer: ella comenzará a estudiar Derecho este 2022 en la Universidad Nacional del Litoral (UNL).
Voceras Qom organizadas
El aprendizaje de los últimos años fue transformando a cada una de estas mujeres. No sólo quieren que sus voces sean escuchadas, buscan mejoras para su comunidad y crear un espacio de contención, así como el que lograron, pero avaladas por una figura jurídica. Ahora, están en proceso de constituir una asociación civil que se llamará “Voceras Qom”.
El trabajo que realizan en talleres acompañadas de dos trabajadoras del Ministerio de Igualdad, Género y Diversidad les permitió conocer sobre leyes y funcionamiento del Estado. También conocieron el estatuto de la comunidad, y sospecharon que estaba adaptado al gusto del cacique; descubrieron que para aprobar propuestas en la asamblea se necesitaba el 20% más uno. “Queríamos hacer un merendero, primero el cacique lo avaló y luego lo desautorizó. Reunimos a las 120 mamás y tuvo que hablar con ellas, una por una, para explicarles por qué no lo autorizaba”, cuentan entre risas. El merendero se logró, sin embargo, se fueron alejando por diversos motivos, algunos vinculados al manejo de fondos. Y ahora que ellas no están gestionándolo funciona apenas un día por semana.
“Queremos tener un espacio de contención para las mujeres ya que algunas viven situaciones de violencia de género, de consumo. También para dar talleres de los saberes ancestrales que tiene nuestra comunidad. El referente no está de acuerdo con esas ideas; el caciquismo de antes, pensaba en la comunidad, pero se fue desvirtuando y hoy lo que hacen es beneficiarse ellos nomás”, reflexiona Gladis.
"Cuando el mundo se encerró, ellas tuvieron que salir"
Las dos trabajadoras del Ministerio de Género que acompañan las reuniones son Miriam “La Negra” Urgorri y Agostina Tavella. Miriam lleva más de 30 años trabajando con grupos de mujeres, entre ellos, muchas de naciones originarias. Hace un repaso del trabajo interministerial que la llevó hasta las mujeres qom de Las Lomas y asegura estar “fascinada y emocionada”. Al estar cerca del momento de la jubilación, eligió una compañera de ruta y una sucesora: Agostina Tavella o “Ago”, a secas, como prefiere ser llamada.
Así relatan parte de las actividades que fueron desarrollando en el barrio Las Lomas: “Nos pidieron que les enseñemos los niveles del Estado, armamos una ficha y les explicamos qué era el Estado e incluso dónde estaba cada programa, para que sepan dónde protestar. Pero también hablamos sobre derechos sexuales y reproductivos, violencia de género, visibilización de las tareas de cuidado”, enumeran.
La Negra dice que cuando las mujeres se unen, se genera “un proceso de empoderamiento fantástico”. “No es idílico ni lo romantizo; ha sido muy difícil construir y sostener el grupo”, advierte. “Ellas mismas aseguran que son hijas de la pandemia”, dice Ago. “En plena cuarentena todo el mundo se encerró en sus casas. Ellas tuvieron que salir para darle de comer a sus hijos, comenzaron con merenderos y ollas populares, a organizarse y de ahí no pararon más. Nosotras trabajamos fundamentalmente en procesos de empoderamiento de derechos y todo se hace por su decisión”.
Resumiendo lo que fueron cosechando a partir de estos encuentros, ambas trabajadoras se conmueven ante los logros, resaltan que no van a imponerles nada, sino que se trata de un intercambio, un proceso de aprendizaje que dio sus frutos. “Antes estaban metidas muy para adentro, en sus casas, y el grupo las llevó a la escena de lo público y a la disputa del poder. Las acompañamos en eso y vemos su crecimiento”, dicen.
"Somos las voces de las que fueron silenciadas"
Aunque pasaron muchos años, las cicatrices profundas perduran y resuenan en el presente de estas mujeres y de su comunidad. Como las que aún quedan abiertas de aquel julio de 1924, cuando perpetró una matanza sobre las comunidades originarias, principalmente Qom y Moqoit, en el territorio de Chaco. Fue conocida como la Masacre de Napalpí. Las familias indígenas vivían en una situación de extrema miseria, castigadas por el hambre y la explotación.
Sin embargo, decidieron rebelarse y protestar contra las condiciones en las que producían y cosechaban el algodón; además, pidieron una retribución justa y poder salir a trabajar a otros ingenios donde les ofrecían mejor paga. Fueron castigadas, reprimidas por gendarmes, policías y grupos paramilitares que con armas de fuego y aviones que disparaban desde el aire acabaron con la vida de casi 500 indígenas.
Así lo relata Gladis: “Siempre escuchaba a mi abuela, hablaba de los ‘pájaros de hierro’, y con el tiempo me di cuenta que hablaba de esa masacre. Me contaba cómo escaparon al monte con los pies descalzos. Eso me quedó muy grabado, porque se repite la historia con tiempos y formas diferentes. Es la misma masacre, así como ellas fueron valientes al escapar, al sobrevivir, nosotras también tenemos que hacerlo. Ellas somos nosotras, somos las voces de aquellas que fueron silenciadas”, dice sin que le tiemble la voz.
“El sistema está pensado para que las mujeres indígenas estemos excluidas. Ellas fueron las primeras esclavizadas, torturadas, violadas; ¿dónde estuvo la igualdad para ellas?”, se pregunta. Y advierte: poco ha cambiado en casi 100 años. La violencia y la discriminación contra las mujeres de la comunidad sigue vigente en la actualidad.
Las entrevistadas coinciden en que quieren ser recordadas por su espíritu de lucha. “Que lo que estamos haciendo permanezca desde hoy y para siempre”, desea Camila, y asegura que en la comunidad las mujeres ahora “son vistas y existen”: “Acá nunca antes una mujer salió adelante, pero nosotras somos las rebeldes que hacemos todo”, dice mientras muestra una amplia sonrisa.
Gladis, llena de orgullo, reflexiona: “Rompemos todo pensando en otros. Lo que estoy cambiando va a beneficiar a alguien más, a los jóvenes, a los pibes y las pibas que se quedan fuera de la comunidad. La misma organización los deja afuera y nosotras venimos a reunir a ese grupo; mostrando e incentivando que se pueden juntar, proyectar y pensar para la comunidad y el resto de las personas”.
Estela desea que sus hijas y nietas “sigan luchando, que cuando sean grandes apliquen lo que estamos haciendo. De eso siempre les hablo, que no bajen los brazos, que sean valiente al enfrentar las cosas. Yo me animé, antes yo estaba sola, ahora puedo hablar”.
La Masacre de Napalpí dicen, es una historia que sienten resonar en el presente, cuando se ven excluidas por el Estado. Esta comunidad que habita en Las Lomas de la ciudad de Santa Fe continúa viviendo en condiciones de extrema pobreza y vulnerabilidad, no sólo desde lo económico, también desde lo sanitario, como quedó evidenciado en el inicio de la pandemia. Como hace casi 100 años, las mujeres qom decidieron rebelarse, pelear por una vida mejor. Ese será el legado que quieren dejarle a las futuras generaciones para que algún día el dolor de todo un pueblo sea inspiración y para que la lucha se transforme en derechos.
Autoras: Gabriela Filereto y Noelia Vetach en alianza con la Agencia Presentes.