-DestacadasViscerales

El vestido de la venganza

¿Qué pasa con todo eso que las personas trans no pudimos vivir? ¿Quién le hace justicia? Para el tiempo perdido no hay reparación histórica.
Victoria Stéfano
Autora: Priscila Pereyra

Esta semana estuve un montón pensando en el tiempo. Puntualmente en el tiempo perdido. Tengo que decir abiertamente que hay en mi constitución subjetiva una premisa ineludible que nubla mi percepción sobre el tiempo. Una ansiedad fatalista permanente que oscila entre la premura por la desaparición física y la brevedad del recorrido intenso de la existencia travesti.

Sé que existe una lectura de vaso medio lleno respecto de estas cuestiones, típica de "Milipili buenas vibras" que nunca tuvo hambre. Desde ya les voy a decir que no pienso validar ninguna de esas mierditas privilegiadas que pretenden hacernos relativizar la basura que nos hicieron para bajarle el precio a su nivel de culpa.

Me siento estafada por el tiempo que me robaron. El que me robaron obligándome a pertenecer a un mundo al que no pertenezco y el tiempo que perdí hasta que conseguí acceder a una existencia, no se si diría digna, pero al menos propia.

Y ahí siento que todo se pone abstracto y difícil de entender porque el tiempo en sí mismo no es aprehensible de otra manera que no sea a través de los actos y rituales mediante los cuales lo vamos midiendo.

Por lo cual me gustaría poder graficar más este punto. Este año voy a hacer dos cosas que nunca hice. Como casi treintañera, tengo el primer gran evento de mi círculo de íntimas: una de mis amigas se casa.

Por fuera de las lecturas que puedan tener sobre el matrimonio, personalmente siento que este evento llega para ponerle el punto de partida oficial a algo que, para mi y hasta hoy, fue casi la única y exclusiva forma de habitar el mundo, la adultez.

Leer también »  El eterno atrape del amor en San Valentrans

Digo, no es que antes de esto no fuera adulta. El hecho es que me siento adulta desde que asumí como a los cinco años que tenía que hacerme cargo sola de mi travesti vida, porque nadie más se iba a hacer cargo.

Exactamente en ese momento en el que entendí que tenía que montar una fantasía para salvaguardar mi integridad, al menos la física.

Esa asunción, ahora que empezaron a casarse en mi círculo de amigas, al fin, tras 25 años, se siente casi como coincidente con la edad que tengo.

Y es que hay ciertos rituales que van marcando las etapas de la vida ¿no? El acto del fin del jardín a los cinco, el viaje de séptimo grado a los 12, el cumpleaños de 18, la recepción, los primeros casamientos, los primeros divorcios, el primer dolor de cintura, y así.

Esto dialoga directamente con la segunda cosa que voy a hacer. Este año también es la primera vez en la vida que voy a ir a una recepción. Si, yo también pienso que hace 11 años debería haber vivido la mía. Pero no. No fue así. No en los términos que voy a vivir esta. No siendo yo.

Así que así, fantasiosa e hija de Cris Morena como soy, me voy a comer todo el viaje, a pesar de que la que se recibe no soy yo. Simplemente porque quiero, porque más o menos puedo y porque fundamentalmente es mi manera de vengarme de todo eso que no pude vivir. De todo eso que me robaron.

Inocencia interrumpida

Cuando cumplí 15 y estaba en el tercer año de la secundaria decidí que ya no iba a vivir bajo el disfraz de la identidad que me asignaron. Y ahí empecé a pagar con tiempo los costos de mi transición.

Durante un año entero no me dejaron entrar al colegio. Día tras día iba a la puerta de la escuela. El preceptor me decía que no podía entrar a la escuela así, que no podía usar esa ropa, que no podía maquillarme. Simplemente no podía entrar.

Las faltas se acumularon al punto que quedé libre en todas las materias. Siempre fui excelente estudiante. Una pedante altanera insoportable. Rendí todo, menos dos. Una era música, porque el arte siempre me pareció de malandras, y repetí.

Leer también »  ¿Por qué las travestis escondemos nuestro pene?

Así como así me robaron un año entero, sin chistar. Pero lejos de ser lo único, me robaron un montón más. Con todo gusto les pediría uno por uno los registros de asistencia de ese año, y el registro de amonestaciones que llevaban mis preceptores para preguntarle al Ministerio de Educación de Santa Fe si me puede devolver el año de vida que me robó.

¿Cuánto costaría en dinero devolverme ese tiempo? ¿Cómo podrían tazar la experiencia de un año adolescente? ¿Qué especialistas podrían calcular la deuda que tienen conmigo?

Vestirme de Sailor Júpiter

Ya decidí que buena parte de mis recursos de este año se vayan en una sola cosa: el vestido. Sé lo superficial que suena al lado de mis otras notas sobre personas trans sin recursos, sin acceso al alimento, al trabajo o al techo. Pero, frente a la expectativa de vida que me queda, que no es tanta, me parece totalmente razonable usar un montón de plata (un montón desde mi perspectiva), en una prenda que jamás antes tuve la posibilidad ni de soñar.

Y ahí quiero meterme en otro campo de la experiencia que nos robaron, la experiencia de vestidor.

Hace unos días hablábamos exactamente de esto con algunes amigues. Todas esas instancias sociales en las que el resto del mundo en mayor o menor medida indaga acerca de sus posibilidades indumentarias y acumula experiencia al respecto, nosotres somos permanentemente infantes. Porque lo que nos roban con el tiempo no es el tiempo en sí mismo, sino las experiencias.

Y llegados hasta acá me voy a meter en terreno sensible. Les travestis en general nos vestimos mal. Sí, ya se, me van a decir 'que la ropa es para todos los cuerpos, que es a lo que podemos acceder, que bla'. Y no. No me alcanza. Porque aún con los recursos y las posibilidades, en la mayoría de los casos nos vestimos del orto.

Pero tengo una explicación para lo que digo. Nosotres no elegimos la ropa que queríamos usar para nuestros cumpleaños, ni para los ajenos; ni para nuestros actos de egresades, ni los ajenos; ni para ningún evento social en definitiva.

Leer también »  La venganza de las "mujeres con sorpresita"

No tenemos esa experiencia en vestir nuestros cuerpos para tal o cual cosa, porque en definitiva hace tan poco tiempo que son realmente nuestros que queremos ponerles todo. Y si de travestis se trata, a las pruebas me remito, siempre más es más.

En lo particular no se cómo transitan eso las personas cis. Pero tienen en general instancias sociales habilitadas para saber con qué se sienten cómodes, con qué se sienten más segures en cada contexto y dentro de sus opciones, pero esa posibilidad en definitiva está.

En cambio con nosotres, es de repente tener la chance de usar la ropa que siempre quisiste y tener disponible algún ropero prestado, que seguro ni es de tu talle y fundamentalmente no tiene ropa pensada para tu cuerpo. Pero no importa. Es ahora o nunca… Y hay que ponerse todo.

Y ahí te das cuenta que es como cuando dejas vestirse a cualquier niñe por si sole. Y digo esto porque así lo siento cada vez que tengo que vestirme.

Ahora que me disfrazo de cis para salir al mundo, tengo algunas referencias generales sobre qué cosas sí y qué cosas no. Pero si pudiera me vestiría todos los días de mi vida como Sailor Júpiter.

Y ahí es cuando me enfrento con la realidad de que, más allá de que recién hace unos 15 años empecé a poder vivir progresivamente cómo ésta que hoy soy, ya no puedo ser Sailor Moon. Ese tren ya se me pasó, mientras intentaba acceder a algunos derechos, como la educación o el trabajo.

El sentimiento que me inunda es que estas cosas debería haberlas vivido quizás en la adolescencia, y no ahora que estoy a punto de cumplir 30. Y me detengo en un momento particular de la historia que me revuelve las tripas mientras escribo este texto.

Era diciembre de 2011. Mis compañeras de escuela iban a nuestra recepción con sus familias, amigues y novios, con los hermosos vestidos que se habían mandado a confeccionar desde mitad de año.

Entretanto yo me escapaba de mi casa, para, en algún descampado cercano, maquillarme a oscuras y calzarme una pollera larga que le había robado a mi mamá y que parecía más o menos un vestido si la subía lo suficiente, y llegar vestida como mujer a mi recepción a bailar unas horas en el absoluto ostracismo social.

Entre la vergüenza, la cuestión outsider y la censura social, ni siquiera pude ser protagonista de lo que yo misma había conquistado, que era mi título secundario. No solo nos robaron el tiempo, nos arrebataron los sueños y nos arrancaron el derecho a disfrutar.

Como pocas, hoy tengo la chance de tomar revancha. Voy a ir en estos días de Nacho, que es un diseñador increíble y que ya me vistió para otro sueño que cumplí que fue la conducción del evento Tedx de mi ciudad, y le voy a contar que quiero ese vestido.

Ese vestido que no pude usar cuando tenía 18, ese que señalaba que se cerraba una etapa, que dejaba por fin de ser una niña para convertirme en una joven mujer. Ese vestido que le haga justicia a todo lo que no me dejaron usar, a todo lo que no pude elegir. El vestido de la venganza.