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Crónica de una embarazada mutante

La periodista científica de Rafaela, Priscila Fernández, comparte su experiencia con la maternidad teniendo una enfermedad poco frecuente.  La posibilidad de heredar su condición clínica a su hije la enfrentó en cada etapa con la incógnita de cuánto saber y cuánto dejar librado al azar. ¿Queremos tirar esa moneda?, ¿puedo decidir qué vida merece ser vivida?, ¿quiero vigilar sus genes si no puede tener ningún tratamiento?, estas son algunas de las preguntas que atravesaron su proceso.

Crédito: R2hox | CC BY-SA 2.0

Hay números y siglas que forman parte de la identidad. De chica aprendí a deletrear mi nombre que por alguna razón alguien complicó poniendo sc, luego mi número de documento y unos años después memoricé una sigla que tenía que ver con lo que soy: FBN1. Yo sé qué gen tengo mutado, o al menos tengo serias sospechas de que es ese. Lo sé, lo recuerdo, casi como
la patente del auto.

En mi mente fui construyendo un rompecabezas de datos que me ayudan a darle sentido; seguramente no el mismo que tiene para la medicina, pero me funciona. Básicamente es la
razón por la que soy tan alta y veo muy mal y tengo la necesidad de hacer controles cardíacos frecuentes con la ansiedad de corroborar que el diámetro de la aorta siga igual que la última
vez.

En mí la rareza es existencial, porque al tener una enfermedad rara como me explicaron hace mucho -antes de que la normalización sea políticamente incorrecta- nada es "normal". Hasta
acá, nada, la vida misma: reconocerme - aceptarme - frustrarme en un ciclo que no tiene nada de raro y que debe ser de lo más frecuente entre mutantes y no mutantes (si es que
asumo que hay de esos).

Pero una cosa es ser rara y otra hacer rara a otra persona o poder elegir su normalidad.

Temor y deseo

La maternidad fue por mucho tiempo para mí un tema abstracto, un razonamiento o a lo sumo una opinión. Pero un día me descubrí deseándola y todo mi rudimentario andamiaje de
conceptos de herencia genética y términos afines se puso a prueba.

Sabía que el Síndrome de Marfan no tiene tratamiento y que podía heredarlo. Si bien la expresión correcta era “autosómico dominante” en la práctica significaba tirar una moneda
porque la probabilidad de herencia en la descendencia es del 50%. En una de las charlas con la cardióloga especialista en el Síndrome con la que hicimos algunas consultas ella dijo “las
probabilidades son muy altas”. Me acuerdo la indignación de mi pareja para quién no eran “taaan” altas si no pasaban el 50%; se ve que la ingeniería y la medicina no compartían el
metro patrón del riesgo. Y ahí la pregunta fue, ¿queremos tirar esa moneda?

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Incertidumbre

“Es libre el que elige, elige el que sabe” es la frase que repito casi como un mantra y fui por ahí. Para poder decidir necesitaba más información, construir un escenario complejo,
engordar mi glosario y pensar. Así surgió un nuevo horizonte de preguntas que iban desde qué mutación tiene el gen, por qué distintas personas tenemos manifestaciones tan diversas
o, en otras palabras, qué pasa después de heredar el gen. Me encontré con que ya habían sido descritas más de 1700 mutaciones del gen FBN1, que además se empezaba a asociar el
síndrome a otros genes y que había algo llamado penetrancia. Esto me sorprendió: saber que el porcentaje de portadores de la mutación que manifiestan el fenotipo a una determinada
edad es elevado para el FBN1 y se considera cercano al 100%.

Bueno, debo decir que estaba más informada, pero no con más certezas. Todavía sostengo mi frase de cabecera, pero no es menos cierto que el que sabe tiene una gran responsabilidad.
Conocer el riesgo implica que no es posible decidir sin tomarlo en consideración. A veces pensaba, mientras recorría estos laberintos infinitos en mi cabeza, qué pasaba con los genes
de mi pareja. Tal vez él también era un mutante capaz de transmitirle algo patológico a su descendencia y la única diferencia era que no lo sabía. Pero yo sí.

Más incertidumbre

“Si vos lo que querés es asegurarte que tus hijos no hereden el gen, se puede”, esa frase parecía resolverlo todo. Al fin una certeza, un camino seguro, algo que sonaba a garantía:
diagnóstico preimplantacional para fertilidad asistida, esa era la opción. Se trata de un procedimiento que, según define el ministerio de Salud “analiza el material genético de embriones formados por fertilización in vitro (FIV) para su selección y transferencia al útero, con el fin de obtener un embarazo con feto genéticamente sano”.

A simple vista parecía fácil, ya no habría moneda. Aunque, pensándolo bien, sí que había, solo que podíamos elegir entre varios intentos en función de los resultados. Que esta sea una
opción técnicamente posible aún parece ciencia ficción y no dudo que debe posibilitar maternidades y paternidades profundamente deseadas en condiciones realmente difíciles y
con patologías muy duras. Pero aun así, sin pretender emitir un juicio sobre la técnica o su uso en enfermedades poco frecuentes en general o en el síndrome de Marfan en particular,
estaba yo, pensando si podía decidir algo así. ¿Puedo decidir qué vida merece ser vivida?

En los extremos todo se ve fácil: si lo que está en juego es un diagnóstico incompatible con la vida no tengo dudas del valor de la técnica. En la otra punta pueden estar las características
no patológicas y que responden al deseo o capricho: un sexo, un color de ojo, un gen asociado al rendimiento deportivo o intelectual. Acá tampoco encuentro el debate porque no creo que
sea válido el diseño de personas. Pero lo cierto es que entre los extremos hay un mar de grises: ¿Cuál es el umbral de la vida que merece ser elegida?

Y otra vez, incertidumbre

Listo, después de mucho pensarlo ya lo decidimos. Vamos a tirar esa moneda al aire: “que sea lo que sea”. Y pasó y llegó un embarazo hermoso, que subrayó mi rareza con controles
“especiales” y otras yerbas que condimentaron la experiencia pero sin robarle el protagonismo a lo otro, lo humano, lo lindo que estaba pasando más allá de lo que la medicina podía decir.

Pero obviamente había incertidumbre por ver qué había salido: cara o seca, mutación o no mutación. Aprendí a vivir con esa duda de otra manera y disfrutar ese tiempo de no saber.

Como no hay tratamientos preferimos no hacer ninguna técnica de diagnóstico antes del nacimiento. Nuestro razonamiento fue “para qué asumir riesgos extras por mínimos que
sean si no hay algo que podamos hacer sea cual sea el resultado”. Y así siguió todo hasta que poco tiempo antes del nacimiento sentí nuevamente la necesidad de revisar las opciones.
Googleando di con el Programa Nacional de Enfermedades Poco Frecuentes y Anomalías Congénitas, mandé un mail y menos de una hora después me respondieron pidiéndome un
teléfono para hablarme. Una genetista me llamó para conocer más de lo que le conté y asesorarme. Fue una respuesta que no esperaba y me dejó una sensación de
acompañamiento sorpresiva. Básicamente, me explicó las opciones de diagnóstico: clínico -como tengo yo- y genético. Así terminé contactando a un laboratorio y pidiendo detalles para
la secuenciación completa de los genes FBN1, ACTA2, CBS, COL3A1, COL5A1, COL5A2, FBN2, MYH11, MYLK, SLC2A10, SMAD3, TGFBR1, TGFBR2, TGFB2 y TGFB3 mediante
Next Generation Sequencing (NGS) y Screening de CNVs gen FBN1.

Esa era la opción, extraer sangre, analizarla y en máximo 45 días tener una respuesta. Y otra vez, ¿qué hacer?

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Derecho a saber y a no saber

Elegimos no hacer el análisis. Me costó asumir que aunque algo que sea “congénito” o de nacimiento no necesariamente se puede saber el día del nacimiento, que hay que esperar el
desarrollo normal. No era un fondo de ojo y ya está, era una vigilancia silenciosa pero permanente. Es prestar atención a cualquiera de las manifestaciones que se conocen del
síndrome.

Hoy Dante tiene tres años, no hay nada que haga sospechar ningún problema en su salud y no tenemos idea de ninguna letra de su genoma con la paz del privilegio que da poder elegir
qué queremos saber y para qué.

Autora: Priscila Fernández, comunicadora y docente. 
Se especializa en el periodismo científico.