A 19 años del crimen hídrico que dejó a un tercio de la ciudad bajo las aguas del Salado, cuatro mujeres santafesinas que estuvieron al frente de espacios de cuidado y contención recuerdan aquellos días de incertidumbre y miedo, pero también de empatía y solidaridad.
El ruido de la lluvia, los gritos, las caras desencajadas, el llanto de les niñes. La incertidumbre, el horror, la tristeza. La vida cotidiana naufragando en la espesura viscosa del río, del barro, de tantas cosas. Estas imágenes y sensaciones vuelven una y otra vez a la cabeza y el cuerpo de Rosa, de Graciela, de Silvia y de Ana María cuando hablan del crimen hídrico que el 29 de abril de 2003 fue perpetrado en la ciudad de Santa Fe.
Rosa es Rosa María Giménez, vecina del barrio Villa Oculta, que colaboró activamente en el centro de evacuados organizado en Villa del Parque y posteriormente ayudó a la entrega de materiales para la construcción de viviendas para los afectados.
Graciela es Graciela Noemí Pieroni, vecina del barrio Juan de Garay, quien brindó ayuda a los damnificados en la distribución de alimentos y elementos indispensables desde la vecinal del mismo nombre, de la cual es miembro desde 1997.
Silvia es Silvia Mendoza Antón, vecina del barrio El Pozo, que ayudó recibiendo donaciones y acompañando a los damnificados con la colaboración de un grupo de mujeres. Silvia pudo organizar este centro de apoyo desde el Sindicato de Amas de Casa de Santa Fe.
Ana María es Ana María Salgado, quien en 2003 era directora de la Escuela Zazpe, en Santa Rosa de Lima. Salgado, militante social y barrial, alojó a alumnos y vecinos en el techo de la escuela mientras abajo seis metros del agua del Salado cubrían el barrio. Mucha gente se salvó porque pudo treparse al techo alto y esperar allí el rescate.
Organizar donaciones, colaborar en los centros de evacuados, cocinar, buscar a los pibes y pibas para que no perdieran la conexión con la escuela, fueron alguna de las tareas que durante meses llevaron adelante siendo ellas, en algunos casos, también inundadas. Estas cuatro mujeres -y muchas más- fueron claves en aquellos días trágicos. Esos días en los que la gente salvó a la gente.
Del horror a la acción
“Yo estuve inundada, estuvimos 15 días sobre las vías del tren Belgrano. Ver sufrir a la gente, como sufrí yo, escuchar el llanto de los niños… es lo primero que se me viene a la cabeza”, dice Rosa cuando Periódicas le pregunta sobre la primera imagen que se le aparece al pensar en la inundación.
Aún con la tragedia a cuestas, Rosa decidió poner su tiempo y su cuerpo en ayudar a otres, a sus vecinos y vecinas, algo que sigue haciendo hoy dando la copa de leche en el Movimiento Los Sin Techo. “Entré a trabajar en la Universidad de El Pozo, en el ropero, porque vi que la gente desbordaba a las chicas que entregaban ropa”, cuenta hoy rememorando aquellos días. “Me ofrecí y empecé a trabajar, íbamos a buscar las donaciones, las repartíamos, estuve casi tres meses ahí. Luego, cuando volvimos, ayudamos a limpiar las casas, colaboramos con los vecinos en lo que podíamos”.
Silvia también trae desde su memoria las imágenes de la desesperación, de la gente intentando salvar sus cosas, sus vidas. “Todos llorando por lo que se perdió por negligencia, por no escuchar a los que le decían que esto venía muy fuerte… Es triste y doloroso. Es algo que me quedó en el corazón y en un día nublado como el de hoy me vienen esos malos recuerdos”. 19 años después, muchos y muchas de quienes vivieron de cerca la tragedia sostienen esto: cómo les resuenan en todo el cuerpo los días grises, la lluvia, las tormentas amenazantes.
En 2003, desde el otro extremo de la ciudad, Mendoza no dudó en organizar la ayuda y acompañar a las mujeres de su sindicato y a quien lo necesitara. “Hice un búnker en mi casa, atendí a las compañeras que se inundaron y acá en el barrio ayudé en las escuelas. Nuestra secretaria provincial, Rita Colli, vino desde Rosario y puso su auto a disposición, nos traía la mercadería que nos enviaban desde el Sindicato de Amas de Casa Nacional, que entregamos junto con ropa y muebles a las personas afectadas. Estuvimos ayudando hasta que pudieron acomodarse o yendo a casas de sus familiares y amigos. Algunas no volvieron más a sus hogares. Durante mucho tiempo estuvimos dando una mano a las compañeras y a los desconocidos, creo que toda Santa Fe estaba igual. Fueron momentos en que buscábamos en las universidades, a ver si en las listas estaban sus nombres, si había familiares, fue muy duro sinceramente”, cuenta Silvia.
Graciela también fue una de esas mujeres que se inundó y que, luego de esos primeros momentos de horror, se arremangó para ayudar a sus vecines. Pieroni recuerda que mucha gente que venía huyendo desde el oeste llegaba a la vecinal Juan de Garay buscando refugio y un lugar donde dejar sus cosas. “Jamás pensábamos que esto iba a llegar a tanto, nuestras viviendas y la vecinal quedaron tapadas por el agua”, cuenta.
El relato continúa. “Entonces después de habernos acomodado un poco acá en mi vivienda, de haber podido ubicar a mis hijos, que amigos se los llevaron a su casa, busqué el modo de salir y encontrar gente conocida para que puedan venir a ayudar aquí en la zona, porque la verdad que faltaba mucha ayuda en el lugar. Empezamos con esa búsqueda, viendo las conexiones que una tenía de venir trabajando en asistencia social. Logramos contactar al ejército y que pudieran entrar para poder asistir a la gente que había quedado arriba de los techos, porque no todos tenían la posibilidad de cocinar ahí, porque el agua en esta zona se quedó mucho tiempo. Fue un trabajo bastante complicado hasta poder organizarnos porque estábamos todos en la misma situación, todos los que trabajamos en ese momento en la vecinal quedamos bajo agua”.
Organizar la vida propia y la de los demás fue la tarea que emprendieron Graciela y los vecinalistas cuando las aguas del Salado comenzaron a retirarse del barrio. “Fuimos los primeros que pusimos la vecinal a punto para que la gente pudiera tener un lugar de contención para lo que sea necesario, desde preguntar cómo seguía esto hasta guiarlos cuando alguien necesitaba atención médica. Había mucha gente desorientada, sola, gente mayor que requería de ayuda. Fue bastante arduo el trabajo que tuvimos en ese momento”.
“Cuando el agua me llegó a la cintura dije ‘acá tenemos que subir al techo’”. Ana María Salgado era, ese 29 de abril, directora de la Escuela Zazpe, en Santa Rosa de Lima. En la charla con Periódicas rememora esos días previos a la llegada irrefrenable del agua, a los vecinos avisando que había rajaduras en el terraplén, a su conciencia (esa tarde del 28) que le impedía irse del barrio, a su casa, porque era inminente lo que iba a pasar. “Aunque yo no vivía en Santa Rosa de Lima siempre sentí que era mi barrio. Y ahí yo tuve claro que si no volvía a la escuela y al barrio, no iba a tener el derecho de volver nunca más, no iba a poder mirar a los ojos al barrio si no estaba con ellos, entonces me tomé un taxi y volví”, cuenta Ana hoy.
“Éramos unas 400 personas en el techo de la escuela, y la mitad eran niños. Abajo el agua llegó a tener seis metros. Mientras transcurría la noche nos fuimos quedando sin luz en el barrio, se nos acababa la batería de celulares, las pilas de las radios y teníamos que escuchar a quien era gobernador, Carlos Alberto Reutemann, en su infamia mayor decir ‘a mí nadie me avisó’, decir que no había gomones para nosotros, para buscarnos. La policía no vino a rescatar a la gente que estaba en la Zazpe. Y después la imagen maravillosa, a la medianoche, con el agua oliendo a lo peor porque se habían reventado pozos negros, había autos que flotaban, el combustible, y ahí llega un papá del jardín con su canoa y me dice ‘yo voy a sacar a la gente de acá y la voy a llevar a las vías del Mitre’”.
Las mujeres y la inundación
Parando las ollas, organizándose en trueques, tejiendo redes, alimentando, abrigando, curando. En cada crisis, de las sociales, económicas, en las tragedias como la que sufrió Santa Fe en 2003, las mujeres fueron las que estuvieron al frente de esos espacios de cuidado y contención.
“Salvo Ricardo, un increíble compañero celador del comedor, el resto éramos todas mujeres: cocineras, ecónoma, ayudante, las porteras, las maestras”, recuerda Ana María, y pone de relieve, además, la importancia de la escuela no solo como espacio de aprendizaje sino de encuentro, de comunidad, de esperanzas. “Íbamos por los centros de evacuados buscando a nuestros chicos, y como nuestra escuela estaba en la zona más inundable, fue de las últimas que volvió a cierta normalidad. Por eso nos derivan a un establecimiento escolar cercano a Santa Rosa, y los chicos cuando llegan allí se encuentran con caras nuevas porque muchos de sus maestros eran inundados. Ellos nos decían ‘queremos la escuela de antes’ y nosotras les explicábamos que no podíamos volver, que la escuela estaba en una zona inundable, pero ellos nos respondían ‘no, la escuela de antes, queremos matemáticas, lengua, historia geografía’, ya no más El Salado... esa era la escuela de antes para los chicos. Son maravillosos”.
Consultada respecto de por qué cree que fueron mayoritariamente las mujeres las que estuvieron sosteniendo esas tareas de asistencia y cuidado, Silvia Mendoza comenta: “Las mujeres somos jefas de hogar, manejamos un hogar entero, somos múltiples pero, principalmente, somos las que tomamos las decisiones más rápido. Creo que somos las que siempre ponemos el hombro. En la crisis de 2001 fuimos las mujeres quienes salimos a trabajar, a mantener los hogares, porque nosotras tenemos que hacer las cosas sí o sí. Cuando tenés que darle de comer a un hijo no podés pensar, lo hacés o lo hacés. Somos maestras, enfermeras, somos todo, si nos caemos nosotras se cae el mundo, le guste a quien le guste. Por eso estoy orgullosa de ser mujer y ser quienes ponemos el hombro para salir adelante”.
Graciela Pieroni también señala que, en su espacio, las que trabajaron reacondicionando la vecinal y visitando centros de evacuados fueron mayoritariamente mujeres. “En los centros mismos eran las mujeres las que estaban con sus niños, por eso participaban más activamente de las tareas, y los hombres fueron los que se quedaron en las viviendas para cuidar que no sean saqueadas y proteger lo poco que les había quedado. Ellos tuvieron un rol importante ahí y luego moviendo muebles, tirando cosas, porque todo esto quedó devastado terriblemente”.
Huellas indelebles
El Estado, principal responsable del crimen hídrico de abril de 2003, reconoció de manera oficial a 23 víctimas fatales. El movimiento de inundados e inundadas relevó al menos 158 santafesinos y santafesinas muertas por causas ligadas a la tragedia evitable del Salado. Pero más de 130 mil personas fueron desplazadas de sus casas, perdieron sus ropas, muebles, libros, recuerdos familiares, las fotografías de sus vidas.
La inundación marcó para siempre a la ciudad y, de una forma u otra, dejó huellas y cicatrices que vuelven a arder cada 29 de abril.
“A mi la inundación me dejó tristeza y dolor porque se perdió gente del barrio, se perdió todo”, dice Rosa. “Estos días en los que sentimos lluvia se nos vienen estas cosas a la mente. Con 63 años sigo luchando y no bajo los brazos. Me gustaría que mi relato sirva para que no vuelva a pasar. Es triste escuchar a tus hijos decir que tienen frío o hambre, no teníamos una cama hasta que fuimos a parar a la universidad, ahí al menos teníamos colchones”.
“Te queda un sabor amargo en la boca, por negligencia y soberbia una se tiene que bancar estas cosas. Todavía no hay justicia, hay mucha impunidad, mucha tomada de pelo a la gente, eso es triste”, aporta Silvia. “Pero fue un orgullo que el país se acuerde de Santa Fe, que nos ayudáramos entre todos, eso es lo mejor que tenemos. La huella que me dejó la inundación es que tiene que haber empatía, ayudarnos los unos a los otros, si no estamos unidos no lograremos nada. Sigo confiando en la gente”.
“Recién hace unos pocos años que pude volver a hablar de la inundación sin ponerme a llorar. En 2003 sinceramente no se me cayó ni una lágrima porque no podía, porque trabajé todo el tiempo”, confiesa Graciela. “Y después no nos dio mucha tregua porque tuvimos la inundación de 2007. Después de ahí yo empecé a tener una profunda tristeza, no podía ver absolutamente nada de la inundación sin que se me cayeran las lágrimas. Fue como una reacción tardía que tuve y por mucho tiempo me costó poder reponerme, poder entender que esto fue algo que pudo haber sido evitado, pero también me dejó ver la fortaleza de las personas, de caer y volver a levantarse. Pero hasta el día de hoy se me pone piel de gallina de pensar en la inundación, no dejo de tener tristeza… me pasa, por ejemplo, cuando quiero buscar una foto de mis hijos cuando eran chicos, y fueron muy pocas las fotos que nos quedaron. Eso nos conmovió mucho, el hecho de haber perdido las fotos de mis hijos, de no poder ver ahí el crecimiento de ellos”.
“Cuando hago memoria, hago verdad y hago justicia”, dice con firmeza Ana María. “La huella que dejó en mi la inundación es la huella de la lucha, de que esto no tiene que pasar nunca más. Me dejó la convicción de luchar por nuestro espacio, por estas aulas que son nuestras; y el valor de la educación como un hecho liberador”.
Autoras: Gabriela Filereto - Ileana Manucci