Una reflexión sobre el final de la vida de un ser amado, la autonomía de los cuerpos y las redes afectivas.
Así como es posible vivir bien y bellamente, y más aún, que esto sea un deber por el que haya que luchar, también es posible y un deber moral morir virtuosa y bellamente. Pues si no es posible vivir bien y bellamente, si no es posible vivir enérgica e intensamente, si no es posible vivir virtuosamente, entonces más vale morir, morir bellamente, más vale morir bien.
Gustavo Lambruschini, “Saber morir (filosofía de la muerte)"
El diagnóstico cayó como una helada el 1 de noviembre del año pasado. Y digo como una helada y no como una bomba, porque al igual que el fenómeno meteorológico, el cáncer da señales. No las queremos ver pero ahí están: la inapetencia, los dolores, el cansancio, la sensación de que algo no marcha bien.
Múltiples tumores en pulmones, glándula suprarrenal y huesos. Único tratamiento posible: quimioterapia.
Una cuadra nos separaba del consultorio del médico y la heladería. Allí, ante una bandeja gigante de sambayón y chocolate amargo lo dijo claramente: “No me pienso hacer quimioterapia”.
Las feministas sostenemos como lema fundante “mi cuerpo es mío”, y esto resume toda una ideología acerca de la autonomía del cuerpo. A veces pensar en esto suele ser sencillo cuando lo anteponemos a la violencia o el abuso: “por supuesto que tu cuerpo es tuyo”. Pero se torna un poquito mas barroso cuando indagamos en la interrupción voluntaria de un embarazo, la subrogación de vientre, el trabajo sexual o, por qué no, cómo y cuándo morir.
Para una feminista militar la libertad también es acompañar decisiones que yo no deseo, que yo no tomaría para mí, a respetarlas muchas veces con dolor.
Caída libre
Menos de tres meses después de esa tarde que tomamos helado, mi papá había muerto. “Qué rápido”, me han dicho. Siempre pienso en los accidentes de avión. Tal vez estás uno o dos minutos en caída libre sabiendo que te vas a estrellar. ¿Eso es rápido o es eterno?
“No me quiero morir solo como un perro en un sanatorio”, fue su siguiente directiva.
Dos veces lo internamos por descompensaciones pero con una insistencia obsesiva quería huir, tenía terror de que su deseo no se cumpla, de no salir nunca de ese lugar.
Entonces sus seres queridos formamos un equipo de contención. Decidimos que nos íbamos a hacer fuertes y que, pase lo que pase, íbamos a sostener su deseo de morir en su casa.
Estar
Acompañar a mi papá a morir fue pasar horas y horas estando. Mi mamá, mis hermanes, sobrines y yo hicimos turnos en su cama, acompañándolo mientras dormía.
Nuestro trabajo era que nunca esté solo, que en los escasos segundos en que despertaba siempre tuviera una caricia, una sonrisa, una mano calentita sobre su piel. El momento de no medir esfuerzos afectivos ni tiempos compartidos era éste.
El faro
Cuando uno muere de una enfermedad, día tras día van dejando de trabajar cosas que te funcionaron toda la vida, pero de a una, de a poquito. Máquina perfecta, el cuerpo es mucho más invencible de lo que pensamos.
El feminismo también me enseñó a no confiar en el sistema, que no sólo está hecho para defraudarte sino que, además, busca vencerte. Burocracia interminable, obras sociales que se desentienden, enfermeras que te plantan, agujas que se rompen. Como si no fuera suficiente con la desgracia de estar esperando la muerte del ser amado, todo es mas sucio, mas inoportuno, mas triste de lo que una se imagina. Y ante este papá que es sólo un dibujo borroneado de la persona que conociste, hay que tomar decisiones, decenas de decisiones.
En ese contexto hay un faro único en el cual confiar: el respeto por el deseo del otre. Detenerse en la vorágine brutal del sufrimiento propio y volver las veces que sea necesario, como un mantra, a las decenas de charlas que tuvimos durante toda nuestra vida juntos.
Lo sagrado
La muerte de mi papá finalmente llegó con su irremediable certeza. Porque nada hay más seguro que la muerte y, sin embargo, cuánto tabú la rodea y qué poco preparades estamos para afrontarla.
Probablemente tanto la muerte propia como la de un ser amado sea el hecho por antonomasia que más impotentes nos haga sentir en la vida. Sin embargo, nosotres podemos decir con orgullo que algo hicimos: lo acompañamos a morir como él quiso, que no es poco. Murió en su cama, rodeado de música y demostraciones de amor. Fuimos su equipo, red de abrazos en su caída libre, un chocolate caliente durante la helada.
Quisiera borrar de mi cabeza los recuerdos de la enfermedad, de la muerte. Hago el esfuerzo, como cuando una se despierta de una pesadilla y realiza los mecanismos mentales necesarios para asegurarse de que fue un sueño. Pero lo que sí quisiera recordar es lo que me dejó este proceso.
Hoy más que nunca reivindico que las decisiones del otre acerca de hasta dónde avanzar en tratamientos de su salud, de prolongación de su vida, qué tanto recurrir al sistema médico para transitar la muerte son incuestionables.
Que honrar la vida es, también, poder tomar la muerte por las astas y decidir cómo afrontarla.
Que el acompañamiento y respeto de la autonomía hasta el final fue y es un posicionamiento político, un hecho sagrado, un acto de amor.
Escribe y edita. Colabora en la producción de notas y la realización audiovisual.