Estar llegando a los 40 sin estar casada y sin hijes también es escribir con amor propio tu cuento con final feliz.
Ante la llegada de los números redondos, a veces entro en la inevitable tentación de hacer balances que siempre me parecen inútiles pues, por mi tendencia constante a tirarme a menos, termino viendo el vaso medio vacío cuando en realidad está mucho más que medio lleno. En 2020 todavía me faltan dos años para llegar a los 40, pero se avecinan, a paso lento silenciosamente. Como un rumor, como una fina oleada que me roza los pies y se acerca bastante a lo placentero.
No voy negar mis sueños infantes influenciados por las princesas de Disney, rescatadas por ese hombre azulado que aseguraba una vida de ensueños y sin complicaciones, llena de vástagos y felices para siempre. Pero mi dibu de Disney fue mutando con los años. No, no reniego del amor aunque muchas veces me resulte doloroso y complicado, más parecido a novela rosa de Corín Tellado o a la eterna espera y sufrimiento de Carrie Bradshaw por Mr. Big que tuvo final feliz. Pero que, definitivamente, no será lo que me salve. Con casi cuatro décadas sobre los hombros descubrí y estoy completamente segura y, además, muy feliz, en reconocer que soy mi princesa salvadora. Abandoné todos esos mandatos que definían cómo, con quién y para qué tenía que vivir mi vida si quería que fuera plena y completa. La revelación fue bastante conmovedora, pues he llegado a la conclusión de que soy yo quien me completo y me vuelvo plena, con mis decisiones, mis aciertos y mis cientos de errores.
Abandonar el cuento
En esto de abandonar el cuento de Disney, me di cuenta de que ya no me hacía nada de ilusión el temita de los vástagos. No voy a negar que otrora me he pensado con panza pero ahora solo me pienso (y me veo, jeje) con la panza que me dan los porrones compartidos entre mis redes de afecto.
En mesas familiares más de una vez me preguntaron: ¿Y el novio para cuándo? ¿No querés ser mamá?, como si una cosa fuera excluyente y necesaria para lograr la otra. Mi respuesta: NO, no quiero. Ante lo que me decían, “ya se te va a pasar, sos joven todavía”. ¿Qué es lo que se me tiene que pasar? No comprendía, ¿ser madre es requisito necesario para ser una “buena mujer, una mujer completa”?. No entendieron nunca mis argumentos, hasta les enojaban, entonces opté por no manifestarlos más. Después de todo, por qué debería explicar al resto del mundo cuáles son mis más íntimos deseos. Entendí que debo explicármelos, entenderlos, pero mejor aún mover la rueda para conquistarlos, y esa rueda es de un ida y vuelta permanente que a veces, lógicamente, se estanca.
Dejé de lado lo que creí, o me educaron para creer, que debía hacer para tener una vida plena. Me di cuenta de que no quiero criar a nadie y que el amor más profundo se puede trasladar a otras personas. Sé que lo que voy a decir es discutible pero es lo que pienso: creo que ser padres o madres es el acto de amor y egoísmo más grande de los seres humanos. La necesidad de perpetuarse en otre, cargarle tus miedos, frustraciones y expectativas es algo que no va conmigo. Y también siento que no quiero hacerme cargo de otra vida y dejar la mía de lado. Veo a mis amigues con hijes y les admiro profundamente, esa capacidad de entrega, de amor infinito, de dedicación y cuidado de otra vida. Los miro y me conmuevo, amo a sus niñes y me divierto con elles, con sus ocurrencias, con su inocencia y ternura infinitas, que sólo a esa edad se tienen, cuando la vida todavía es cuento de Disney.
Pero no les envidio, no deseo esa vida para mí, yo no quiero postergar mis horas de sueño, mis salidas, mis llegadas de madrugada, mis viajes, mis relaciones amorosas sostenidas o casuales, mi tiempo de ocio…. Y dejé de sentirme egoísta por no querer perpetuar mi sangre en el tiempo, dejé de esperar que algún chongo me dé una familia, de creer que sin hijes nadie iba a cuidar de mí cuando sea vieja y no pueda mover el culo de la cama. Dejé de pensar en sentirme sola, porque ¡no estoy sola!. Supe crear una red de afectos tan grande y poderosa que me excede y me perpetúa. Entonces, aprendí que no necesito descendencia para dejar un legado. Todas las personas que quiero y me quieren siempre van a llevar consigo un pedacito de esta negra sensible; de las cosas que aman y odian de mí, de lo que me define.
Haciendo repaso, siento esas cuatro décadas que se avecinan como el primer día de vacaciones llegando al mar, respirando el aire puro y dejándome atrapar con cada sonido de la playa; metiendo de poquito las patas al agua para aclimatarme y, finalmente, tirarme con todo para romper la ola y envolverme con la marea. No conozco sensación más relajante que esa. Por eso, mi balance de estos casi 40 me dejan ver que he conseguido tanto, pero tanto, que hasta me sorprende, y no es producto de la suerte o de la magia. Soy la propia princesa (negra) del cuento que yo me escribo todos los días, donde nadie más que yo va a regalarme un final feliz. Como un rumor, como una fina oleada que me roza los pies, se acerca bastante a lo placentero.
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