En tiempos donde el celular es una extensión de nuestras manos, ¿qué tanto dedicamos a fortalecer nuestros vínculos más allá de un emoticón?
Soy una adicta a mi celular, es mi medio de trabajo y una extensión de mi cuerpo. Estoy conectada 24/7 y no, no es motivo de orgullo, me cuesta dejar ese aparatito lejos del alcance de mi vista. Considero que cualquier mensaje puede ser importante, trayéndome un último momento (soy periodista y comunicadora), el llamado de auxilio de algún amigue/amor o sus palabras de aliento cuando me saben un poco “Topacio” (la heroína de las telenovelas de los '80 que se la pasaba llorando. Se me cayó el documento, sí).
Soy amiguera, estoy dispuesta a atender un llamado o salir corriendo cuando alguien que quiero me necesita. No es una virtud, para nada, es simplemente lo que creo correcto hacer con la gente que tanto amor me da, a veces, hasta sin darse cuenta. De eso se trata la amistad para mí.
Soy sensible, exxxxxtremandamente sensible, y no me avergüenza, lloro de tristeza, de felicidad por algo que me pasa, más aún si le ocurre algo genial a alguien que quiero; lloro por los logros personales, por los colectivos. Me emociono casi a diario con gestos de humanidad y de amor que veo a mi alrededor, que suelen ser “normales” (?). No lo sé, en un mundo lleno de mezquindades y sálvense quién pueda, tengo el orgullo de decir que supe rodearme de gente hermosa, o a lo mejor ellos supieron encontrarme, o vaya une a saber qué es lo que ocurrió.
La gente que dejó de generar sentimientos buenos y genuinos se fue alejando, me fui alejando. Todo pasa por algún motivo, y no voy a decir ninguna frase de Ravi Shankar que “lo que sucede conviene” y giladas así de libro de autoayuda. Creo que el que se autoayuda es une, con deseo, con ganas, con perseverancia: no, no hablo de la cagada de la meritocracia, hablo de saber rodearse de gente buena, de ser buena persona. De intentar desde el lugar más insignificante que tenemos en este enorme mundo de sumar un grano de arena para que la cosa mejore aunque probablemente ni lo lleguemos a ver. La fuerza colectiva produce cambios asombrosos… O qué me contursi del feminismo. La fuerza poderosa e imparable de las mujeres. Juntas.
En ese rodearse de afectos y conservarlos, no vengo a descubrir nada nuevo en decir que el rol de las redes sociales ha venido a cambiar todo. Me pregunto: ¿para bien? Comienzo a dudarlo. Empecé diciendo que soy adicta al celular y lo que ese bichito digital me muestra en todo momento. Trato sin demasiado éxito de darle menos pelota, la excusa de ser comunicadora es perfecta para el caso. Pero lo que me resulta raro en este punto es que me está rompiendo un poco los ovarios eso de las relaciones que se basan en un mensaje de texto.
Puedo hablar con amigues todos los días, pero no es lo mismo. Quiero el mate, el porrón, sentir el sonido de sus risas ao vivo y no en un mensaje grabado. Quiero ver sus caras, sus expresiones, llorar de risa o tristeza, darnos la mano, un abrazo. Llegué al punto en que ya me violenta tener que “mandar una carta membretada” para poder reunirnos. Ooook todos tenemos 72 grupos de WhatsApp, que el laburo, que el otro laburo, que el gimnasio, que el consorcio del edificio, los amigos de la primaria, secundaria, universidad… Pero digo, ¿tanto cuesta volver a tener ese tiempo para compartir frente a frente, para hablar de lo que nos importa mirándonos a la cara, reírnos o llorar de manera genuina y no con un meme o un sticker?
Todo esto viene a colación de que soy bastante (bastante es bastante) ansiosa, entonces cuando pregunto algo en un grupo o personalmente y veo la doble tilde azul y pasa media hora sin que me digan nada, me violento. Sí, me violento. Y entro en discusión y me enojo, y se enojan. Luego de un día llega el mensaje amoroso, el qué te pasó boluda que reaccionaste así, y se me pasa. Pero sigo pensando, ¿tanto nos cuesta relacionarnos en persona?
Dónde queda el disfrute de la relación, no importa si es amorosa, de amistad o compañerismo. Qué tanto ocupa ese pequeño rectángulo digital en nuestras vidas que nos quita tiempo de calidad con la gente que queremos. Y me enojo, mucho, mucho, al punto del capricho.
A propósito de esto leo a Diana Maffía, que dice: “Clavar el visto es la expresión contemporánea de un viejo malentendido. La velocidad y facilidad de la comunicación (casi simultánea y universal) sumada a la distancia hace interpretar como desinterés la dilatación de la respuesta. Pasaba con los mensajes telefónicos y antes aún con las cartas. Lo cierto es que las razones para leer y no responder pueden ser muchas, incluyendo –claro– el estar en lista de espera de otras prioridades. El mito del amor romántico nos hace pensar que ese mismo amor que nos juró que éramos lo más importante de su vida y que iría a alcanzar la luna para ponerla a nuestros pies, bien podría evitarnos la angustia de las rayitas azules. Pero chicas, a veces lo urgente supera lo importante. En venganza, tal vez, veo muchas parejas que estando físicamente juntas están cada cual absortxs en su teléfono. ¿Qué se está clavando entonces?”.
Como dije, soy sensible, amiguera, disfruto de mis afectos, me gustan los abrazos y las palabras lindas, me gustan los gestos y un "te quiero" nunca viene mal. Para ir finalizando, me propongo -aunque seguro no cumpla del todo- darle más importancia a mis afectos, pero no con un mensaje. Prefiero un mate, una birrita fría compartida y menos emoticones que caen en el absurdo de lo digital y que ni en un millón de años se comparan con una buena carcajada entre dos o más que se quieren.
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