Un meme homofóbico que se repite hasta el hartazgo, una lógica de "riña de gallos" a la que ya no le prestamos atención, un deporte que pregona valores pero que cultiva violencia como una forma de conseguir lo que querés. De fondo, como siempre, la cultura machista y patriarcal que justifica y apaña a aquellos que se erigen como sus máximos exponentes, incluso si en ese proceso se cobran la vida de una persona.
Llevamos aproximadamente 92 horas de cobertura “periodística” del caso de los 11 rugbiers que asesinaron a un joven a la salida de un boliche en Villa Gesell cuando un especialista en nosequé dice, desde la pantalla de C5N, lo primero que logra realmente llamarme la atención: "Nadie va a dejar de hacer algo que le da prestigio".
Recién ahí me cae la ficha. Porque a veces podemos leer mucho, e igualmente entender muy poco. Ahora sí, lo veo. Adhiero al 100%, Doctor Dudoso. Nadie nunca va a dejar de hacer algo que le genera ciertos privilegios, que lo distingue o que lo transforma en una persona un poco menos prescindible. En la era de los likes, los seguidores, los desafíos virales y la meritocracia es muy tentador ceder ante el encanto de la fama instantánea y del prestigio indiscutido. Más aún si en ese proceso logras reafirmar tu masculinidad, esa que parece estar siempre en tela de juicio, más no sea en un latiguillo pegadizo que se burla mientras te pide que “no seas trolo, man”.
De inmediato pienso en algo que hasta acá no se me había ocurrido: hay que desterrar a la figura del Superador de Anécdotas.
"¿Te acordás cuando prendimos fuego la chata de mi vecino?"
Pensemos en una peña de amigues. Treintañeres. Clase media aspiracional. Algo de alcohol de por medio. Algo de ese aburrimiento típico que siempre envuelve a las personas que ya se conocen demasiado. Siempre llega ese momento de la noche en el que nos metemos en ese espiral de historias gloriosas incomprobables. Todas, en mayor o menor medida, giran en torno a dos ejes que parecen ser elementos fundacionales para cualquier anécdota: un poco de suerte y un poco de arrojo. Un poco de caradurez y un poco de la inconsciencia propia de la juventud. Esas historias se cosechan en esa etapa de la vida en la que tenemos mucho tiempo y energía al pedo. Algunas, las más inocentes, se sucedieron en algún viaje de egresades, en un boliche en otro pueblo (al que se llega con el auto robado a algún familiar), en tal o cual partido de Colón o de Unión, en un campamento del ISEF, a la salida de una peña con los compañeros del club, y tal. Y siempre que hay varones involucrados, sin distinción, aparece un tercer eje: la violencia. Naturalizada e idolatrada hasta el hartazgo.
Ya sé que no estoy inventando la pólvora, pero algo ahí hay. Conozco a la perfección las anécdotas que giran en torno a robar autos de padres, viajar en pedo, aparecerse en un boliche para cagar a palos a uno, zafar por un pelo de ir en cana, chupar hasta quedarse seco y comprarte una conveniente amnesia posterior.
Y ese varón, que chupa y roba y rompe y así se divierte, puede hacerlo porque corre con una doble impunidad: la que deviene de su clase y la que proviene de su género.
Esos relatos, esas anécdotas, pueden darse cuando tenes la suerte de no ser un pibe de gorra y camiseta del Liverpool con unas lindas llantas y una moto destartalada. De ser así, amigo, lo más probable es que en algún momento de esa gira te paren por portación de rostro y te dejen metido en cana por un rato. De la misma manera, ninguna mina tiene de esas historias porque simplemente es imposible que nosotras salgamos a la madrugada, con un pedo al límite de la inconsciencia, a patear por ahí a ver qué sale. Lo que para unos es fuente de diversión (aunque la esté poniendo en discusión) para otras es fuente de peligro. La noche y la violencia no son territorios que podamos explorar. En ese espacio somos siempre territorio de conquista o de defensa, y nada más. Y a esa conducta violenta por la que a nosotras se nos castiga socialmente, al varón se la celebran. Eternamente. Por siempre. Porque esa búsqueda de pequeños triunfos es la que marca el nivel de su hidalguía. Y sus pares se la van a reconocer tantas veces como haga falta. En cualquier peña o fútbol de los miércoles. Incluso cuando sus compañeros ya conocen la historia, cuando podrían recitarla de memoria, la vuelven a escuchar, la vuelven a aplaudir, lo vuelven a felicitar.
¿Cuántos espacios, transitados y habitados sólo por varones, se rigen bajo estas normas? ¿Cómo podemos pretender que ahí se genere siquiera una mínima posibilidad de discusión en torno a nuevas masculinidades, cuando el vínculo en sí mismo muchas veces está centrado en esa suerte de cofradía, en ese constante intercambio de experiencias que los acerquen cada vez más al reconocimiento entre sus pares, pero sobre todo al prestigio?
Diría incluso que mientras más pasan los años, más se enaltecen esas viejas glorias. Las pocas que hay, por muy incomprobables que sean. Y no falta el momento en que aparece una suerte de disputa generacional: "Ustedes no son tan piyos como éramos nosotros. Ustedes son blanditos, tienen todo servido. No seas trolo, man".
¿Qué pasa cuando a ese cóctel explosivo le sumamos la complicidad propia de ciertos sectores sociales, la forma corporativa en la que se defienden, y las prácticas (deportivas y periodísticas) que naturalizan la violencia?
Mientras pensaba en esto, Vicky también lo pensaba. Y quizás hay algo en la sinergia que se genera entre quienes intentamos entender por qué pasan estas cosas que me consuela un poco. (Un poco, de todas formas).
El pacto entre caballeros, por la Referenta del Glitter
Soy de los pibes del fondo, de los adicto' al quilombo*
*Letra by Duki, filósofo contemporáneo.
Vicky concluye su reflexión con un concepto superador a todo lo que dijo el pseudo especialista en la tele: "La matriz de la violencia machista está tan presente que no la podemos ver. Lo que mató a Fernando mata pibas, marikas y travas, viola niñxs y arruina al mundo todos los días un poquito más. Y no, no es el rugby. No es un deporte en particular. Es todo lo que hacemos cuando, socialmente, hacemos a un varón".
La matriz, como dice Vicky, se nutre de todo eso que creemos inofensivo. De la música que escuchamos, las películas y series que miramos, los discursos que solapadamente recibimos y consumimos, las cosas de las que nos reímos y las frases y lugares comunes de los que a veces, por pura pereza, no intentamos salir.
No creo que exista mucho más para agregar. Hay que terminar con la violencia como la única herramienta de reivindicación, de reconocimiento, de reputación. No pueden ser la picardía y la violencia desmedidas dos variables que nos ayuden a acumular cierto sentido de prestigio social. Ni en una cancha, ni en un aula, ni a la salida de un boliche.
No intentes superar la anécdota, man.
Autoras: Belén Degrossi y Victoria Stéfano