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Todo en todas partes al mismo tiempo

Ahora que Gran Hermano llega al final y sus tres finalistas son las tres personas más hegemónicas y heterocis de un ciclo repleto de gente hegemónica y heterocis, nos preguntamos: ¿se puede (y se debe) aprender algo de lo poco que queda al aire en la tele?
Belén Degrossi
Participantes de GH 2023. Crédito: Captura de la transmisión de Telefé.

Hace poco escuché a Guido Süller utilizar una expresión que hasta ese momento me resultaba desconocida: para hablar de sus años de gloria en el programa “ZAP!” (googlealo, si naciste después del atentado a las Torres Gemelas) se refirió al formato del programa como “reality fiction”.

Algo de ese concepto me quedó flotando, como ocurre siempre con las cosas brillantes que nos son reveladas en su infinita simpleza. Si Guido dice que en la tele todo es realidad y todo es fantasía, es porque Guido sabe de tele. Yo podría decirles que todo en la vida en general lo es. Un poco de realidad, un poco de fantasía, un poco de ilusión, un poco de las cosas que nos interpelan todos los días, un poco de todo. La televisión es un recorte de todo eso. Uno deliberado, caprichoso. Pero un recorte al fin.

Esta introducción es para decir dos cosas: que hay que escuchar más a Guido Süller, y que todavía no sé como sentirme en mi vínculo con Gran Hermano.

Personas-personajes

En estos cinco meses de “competencia” televisada he disfrutado, me he enojado, he compartido, me he sentido violentada y acompañada, lo he abandonado para volver al tiempo y darme cuenta de que nada había cambiado. Y lo miré, lo consumí y lo analicé volviendo al principio fundacional que Guido me confiriera: es un reality, sí, pero sobre todo es ficción. De mala calidad. De esa de tan mala calidad que divierte.

Para quienes no conocen el formato o no están familiarizados, la premisa es bastante simple: un puñado de personas, elegidas por la producción, que son sometidas a un juego de aislamiento donde gana quien pueda generar simpatía en el “adentro” y el “afuera” (siendo “adentro” y “afuera” categorías que hacen referencia a la casa en la que todos, todas y todes deben convivir).

Esa premisa está fundada sobre un principio elemental: el programa necesita que esa convivencia esté repleta de miserias, de momentos donde la moral y la ética se ponen en juego, de manipulación psicológica y a veces hasta tortura física porque así, y sólo así, se podrá elegir al correcto ganador. Pero, sobre todo, así y sólo así, se podrá brindar el mejor show televisivo. Que es, a fin de cuentas, el objetivo final de cualquier programa de entretenimientos.

A priori mi interés principal residía en una cuestión casi empírica: quería ver como convivía Gran Hermano como formato con la era de las redes sociales y la cancelación. En las transmisiones diarias y eternas de 24 horas constantes de exposición, estaba segura que íbamos a conseguir entre dos y cuarenta clips por día de los participantes diciendo alguna cosa medio rara, vidriosa, cancelable, repudiable, polémica, y más. Y no me equivoqué. Primero, porque ya de movida el planteo no era para nada brillante ni iluminado de mi parte. Segundo, porque la producción hizo un casting de gente entre rara y detestable para que así sea.

Aquí es donde me detengo nuevamente en el axioma realidad/ficción: nadie, ni el mejor de los escritores, puede inventar a gente real. Es imposible guionar la minuta de veinte extraños forzados a convivir, más cuando todos ellos tienen un claro complejo de grandeza y ansias de protagonismo. Es simplemente imposible inventar un personaje como Alfa, Coti, la Tora o Agustín, aunque en un principio nos parezcan genéricos o reemplazables. Sí, todos conocemos a alguien como la Tora, y lo que Alfa dice no está muy lejos de lo que dice tu tío un 31 a la noche cuando ya se tomó un vino y media sidra, pero ellos no están en la tele.

Convivir con los grises

La transmisión en continuo, los programas satélites, los recortes en redes sociales, los análisis en los grupos de Whatsapp y los casi 20 puntos de rating (en una tele que muere lentamente por una herida que sangra sin que sepamos muy bien por dónde) nos trajeron de nuevo algo a la mesa que no veíamos desde hace rato: la vieja y querida discusión sobre las contradicciones. Nadie es todo lo que está bien, ni todo lo que está mal, si se lo mira de cerca. Es incómodo vivir así, claro. Es más lindo habitar ese mundo de los ideales, donde todos piensan como una y nadie habla a nuestras espaldas cuando no estamos presentes, pero eso no es lo que pasa en la realidad, ni lo que entretiene en la ficción.

Aquí haré un paréntesis, porque ya sé que se viene la cancelación: esa realidad de Gran Hermano es también un recorte de la realidad total, que deja afuera a un montón de gente, de experiencias y vivencias, e incluye a algunas pura y exclusivamente para exponerlas al ojo público. Así es como nos pasamos meses hablando de la pobreza de Thiago, la maternidad de Romina, la gordura de Ariel, el duelo de Camila o los modos y las formas de la Tora porque precisamente para eso estaban ahí, para pasar por el escrutinio general, no ya del todo por qué hacen sino por quienes son. Es cruel, es retorcido, e incluso es peor cuando una se detiene a pensar que esos participantes accedieron a estar en ese lugar, aunque probablemente no podían ni imaginarse lo que eso realmente significaba.

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Esa mirada, la del “Gran Hermano”, es en realidad una mirada colectiva. El ojo que todo lo ve no es, al final del día, otra cosa que un mix del público directo que los ve en la tele, el indirecto que los ve en redes sociales y el panel de expertos liderado por un negacionista y una señora que encabeza una estafa piramidal, que poco a poco se va nutriendo de los “hermanitos” que quedan afuera de la casa y se cocinan en su propio caldo de resentimiento y envidia.

La producción, atenta al fenómeno, nos construye narrativas con tapes e informes haciendo que cualquier participante pase de ser un héroe a un villano en menos de una semana, y nos alimenta constantemente las pasiones para que respondamos desbocadamente, casi con virulencia, para expedirnos a favor o en contra de todo lo que ocurre como si a alguien realmente le importara nuestra opinión.

Menos que menos a una producción que filtró fotos de las participantes desnudas y que contaba con un ex ganador de Gran Hermano entre sus filas que ahora es denunciado por consumir pornografía infantil. La vara de la ética, la empatía, el respeto y la moral estaba bajisima.

¿Dónde están las feministas?

Era obvio que corriendo el año 2023 pocas cosas iban a redituarle más a esa producción que tocar de vez en cuando alguna de las tantas fibras sensibles de los feminismos. En un breve repaso, pienso que los momentos más comentados de este ciclo precisamente fueron los que estuvieron atravesados por algún tipo de violencia machista: los comentarios sobre Camila y su apariencia “”travesti” (lo que sea que eso signifique), Martina con su odio por la comunidad trans y la gente bisexual, Holder y la militancia de los anabólicos, la eterna discusión sobre qué había que hacer con las relaciones sexuales en la casa, el vínculo de la Tora con su mamá y de Romina con sus hijas y su ex, la “estrategia” de Agustín para que lo sacaran de la casa que incluía la exacerbación de ciertas conductas de porquería (como acosar a una compañera o contar que tenía drives llenos de fotos de sus exs “por las dudas”), la discusión sobre los cuerpos y la alimentación, los vínculos entre personas de distintas edades.

Alfa. Crédito: Captura de la transmisión de Telefé.

En todas las discusiones, estuvo presente esa perspectiva que en algún momento no llegaba ni a la puerta del canal de tele. A veces en redes sociales, a veces en la voz de alguien adentro de la casa, a veces en la opinión de alguna panelista. Sí, en minoría. Sí, casi en soledad. Pero firme. En este clima enrarecido donde todo tiende a derechizarse, no debe parecernos poco. Y yo creo, compañeres, que hemos estado a la altura de la situación. A veces al borde de sonar pesades, hemos logrado inmiscuirnos en ciertas conversaciones que a veces nos parecían poco importantes.

La televisión, los programas de entretenimiento, los segmentos de chimentos, los shows de panelistas y discusiones, nos quedan siempre un poco lejanos. En estos meses en los que volví a consumir televisión por fuera de nuestra burbuja on-demand de sugerencias personalizadas y de consumos que no puedan lastimarnos ni enojarnos, aprendí algo: hemos forjado una nueva noción de lo que está y no está permitido, o de esas cosas que ya no vamos a dejar pasar. En esa construcción de sentido, hemos puesto nuestras semillas. Y no, no van a dar frutos ni hoy, ni mañana, ni en 10 años. Pero nuestro premio está en la persistencia. Hemos instalado los temas. Ahora no debemos abandonarlos.

Aunque gane el más hegemónico de los hegemónicos. Aunque lo conduzca un varón heterocis, lo produzca un varón heterocis, lo panelee un varón heterocis: nosotres también tenemos algo para decir al respecto.

Esta es la segunda cosa que aprendí: no hay forma de saber cuáles son los alcances reales de nuestras luchas y conquistas si no los ponemos a prueba en el terreno de lo simbólico. La energía que le ponemos al Congreso, a los Encuentros, a la academia y a trazar redes también tenemos que ponerlas en esos espacios que llegan, masivamente, adonde nosotras no llegamos. Menospreciarlos o darlos por perdidos le deja a los Ceferinos Reatos de la vida la última palabra sobre las maternidades, la pobreza, las cuerpas y la salud mental.

Y esto hay que hacerlo con la vieja fórmula de Guido Süller: mucha convicción y poca solemnidad. Para que eso que hoy nos parece una fantasía eventualmente se transforme en una realidad.