La reclutaron en su propio barrio, con una oferta laboral falsa. Cayó en una red de trata de la cual la corrupción estatal, la religión y las drogas forman parte. Pero un día escapó.
Tantas veces me mataron,
tantas veces me morí,
sin embargo estoy aquí, resucitando.
Resiliencia le dicen ahora. ¿Será esa la fuerza vital que hizo salir a flote a L?
Corrían los días de junio del año pasado. La vida se le venía haciendo dura. Hacía un tiempo ya que había superado una relación muy violenta con el padre de sus hijos y había vuelto a su barrio, donde viven sus padres.
Con tres niñes a cuestas y de changa en changa, L recordaba con nostalgia aquellos meses que pasó en Comodoro Rivadavia, donde vive su primo, trabajando en una panadería. Se ganaba bien. Una vecina le habrá leído el pensamiento…
-Flaca vos te tenés que ir al sur. Allá hay un montón de trabajo y pagan bien. Yo te puedo prestar para el pasaje.
No le gustaba deberle nada a nadie pero estaba desesperada y a esta mina la conocía de siempre, así que aceptó.
El viaje era largo. 3.000 kilómetros la separaban de su destino, Río Grande.
Primero llegó a Buenos Aires. Le revisaron el equipaje con una máquina. Marcaba azul. “Fue un calvario. Se empezaron a mirar uno a los otros y me demoraron porque decían que tenía droga. Me llevaron a un cuarto, me desnudaron, me rompieron la campera, corpiños, me tuvieron en cuatro patas preguntándome dónde tenía la droga. Fueron como dos horas”.
En un momento L, envalentonada por el miedo a perder esta oportunidad de trabajo única se atrevió a enfrentarlos. “Yo voy a perder el vuelo, pero ustedes me internan y van a ver que no tengo droga en ningún lado. Cuando logre salir de acá les hago una denuncia porque están abusando de su autoridad”.
Funcionó. La dejaron ir. Pero al llegar a Río Grande el operativo era aún más grande. La estaban esperando. “De vuelta todo lo mismo aunque no pudieron encontrar nada. Me dejaron ir después de una hora pero me siguieron. No sé si eran corruptos de entrada aunque supongo que si me hubieran seguido unas horas más hubieran sabido mi destino. Igual no sé si habría servido de algo”.
Paquete
El taxi la dejó en la dirección que ella le dio. Una casa hermosa. La recibió la conocida del barrio. Le dijo que podía comer, bañarse, acostarse. Más tarde la invitó a ir a comer a la casa de una amiga.
Fueron a otra casa, más deslumbrante que la anterior. “Era un lujo, escaleras por todos lados, un piso tan hermoso que te veías ahí reflejada”. La conocida le presentó a la amiga y desapareció.
“Andá a cambiarte que tenés que trabajar”, le dijo quien ella pensaba que era la dueña de casa. Ahí empezó todo.
Le explicaron brevemente cómo eran las cosas: a partir de ese momento era puta. “Me quería matar. Nunca comimos, nunca tomamos nada. Me entregó como diciendo, acá está su paquete”.
Empezó un eterno loop de vestirse de puta, pasar por clientes, meterse droga, sacrificios de animales, bañarse en sangre, golpes en las costillas, no dormir, pasar hambre, ir de casa en casa. “Trabajaba día y noche. Donde yo estaba había como 14 pibas, eran entre siete y ocho de Santa Fe. Otras chaqueñas, porteñas… algunas eran menores”.
Dormía como mucho dos horas seguidas, maquillada y vestida, porque “siempre había que estar lista si salía un servicio”. La hicieron sacarse fotos desnuda para el sitio web de la red, ahí vio a otras pibas del barrio. Trabajaba tanto rotando por bulines como a domicilio. “Rogábamos que haya nevadas o tormentas porque así los servicios eran menos”.
Los 12 mil pesos que debía del pasaje nunca se saldaban, a eso se le sumaba una cuenta ficticia e impagable de comida, alojamiento, pinturas, bebidas. Tenía contacto escaso con su familia, siempre con alguien vigilando. “Tenías que hacer la mejor cara, si detectaban una mueca o una seña te cortaban la comunicación y empezaban a pegarte. Ellos siempre estaban adelantados a lo que pensabas hacer”, explica L, con resignación.
Religión y drogas
En las casas había encargadas y encargados, en su mayoría eran mujeres. Y un jefe máximo, que además era pai umbanda. “Tenés que participar en los rituales con ellos, te obligan. Para que te llegue dinero, que no te falten cigarrillos, que tu familia esté protegida”.
Los cultos se hacían en una casa en el medio del campo, rodeada de montañas. En el camino veían a candidatos partidarios en los carteles, que después estaban en el culto. “Si no los veías en los bulines pidiendo mujeres los veías en los sacrificios y en las reuniones. En un lado u otro te los cruzabas”. En esa casa mataban animales, generalmente gallinas o chivos. “Vos tenías que beber y bañarte con esa sangre, y después pasaban cinco, seis, siete tipos con vos, los que ellos quieran”.
A todas las vejaciones que sufría L se sumaban los juegos mentales. “Llega un momento en que empezás a creer, te enloquecen con eso. Ves cosas, sentís olores, ruidos, y ellos lo toman como normal”. Cuenta L que una noche estaban sentadas y se escuchó que golpeaban la ventana. La abrieron y no había nadie. “Yo quedé paralizada. La encargada dice con naturalidad ‘debe ser el tranca’, le sirve un whisky, le prende una vela. O estabas tranquila y se sentía olor a café, ‘acá anda la señora’, decían. Se sentían perfumes, risas, camas que se movían, y siempre eran los espíritus”.
También durante las pocas horas de sueño que tenían se les aparecía alguien con capa y sombrero a despertarlas. “Yo juro que lo ví”, explica L, aunque enseguida reflexiona: “Pero vos no sabés qué tanto es umbanda, que hace días que no dormís, de la droga que te meten... Ni siquiera comés porque ellos dicen que la sangre de los animales te da todo lo que necesitás y te rejuvenece”.
Al principio L no consumía drogas, ni siquiera tomaba alcohol, a pesar de que los clientes le pagaban tragos. Ella los tumbaba en los canteros sin que la vean. Una de las primeras noches notó que se estaba durmiendo y empezó a tomar latitas de bebida energizante. “Casi me muero con eso porque yo no sabía que te aceleraba. Me había tomado como 10, cuando me paro me temblaban las piernas y el corazón me latía en todo el cuerpo”. Tuvo una taquicardia que la descompuso. A raíz de eso después se inyectaba o tomaba pastillas. “Dormía muy poco, consumía un montón. No fue bueno tomar droga pero tampoco tenía mucha opción. El alcohol te pierde más y no recordás lo que te hacen, en cambio eso te mantiene despierta”.
N
“Tomala vos, no dejes que la droga te consuma. Tenés que ser fuerte de cabeza. Si sos fuerte de cabeza vamos a salir adelante”, le decía N, su compañera. Era de Buenos Aires y hacía seis años que estaba en la red. Siempre le enseñaba que observe a las personas. “Mirá sus ojos, cómo caminan, sus gestos, estudiá a las personas. Yo no es que no le daba bola sino que una parte de mí de a ratos renunciaba a salir y otra parte decía ‘no, yo voy a poder’”.
Una noche las sacaron y las llevaron a otra casa. Las rotaban casi todos los días porque había rumores de que se estaban haciendo muchos allanamientos. “Ellos decían que los dioses les avisaban si tenían que cerrar la puerta o sumar más guardias, que estábamos protegidos porque habíamos hecho el sacrificio”.
Esa noche L y N estaban en el piso de arriba, sintieron ruidos y después gritos, de las pibas y de la policía que entró. Ordenaron tirarse al piso, revisaron todo, se llevaron a algunas chicas. Pero al rato… “pidieron música y mujeres”, afirma L. Cuando empezó el allanamiento L pensó en bajar, vio una oportunidad. N le dio un cachetazo. “Qué te enseñé yo, miralos”. Conocían a los policías, eran clientes. “Cuando se quedó todo tranquilo se quedaron ahí, a enfiestarse”.
A las horas las chicas que se habían llevado estaban de nuevo trabajando.
Leona
Una tarde de octubre L se levantó y le bajó la presión. Le temblaban las piernas y transpiraba. Hacía tres días que no comía así que pensó que era por eso. Fue a la cocina y se preparó una leche pero no podía mantenerse en pie. Le comentó a la encargada, quien la llevó al hospital. Le hicieron análisis y el médico le hizo una ecografía. Estaba sola con él.
-Mirá, ese es tu bebé.
Era un monitor gigante y L veía un cuerpo que se movía para todos lados.
-Tenés un embarazo de tres meses, casi cuatro.
Ella decía que no era posible y lloraba.
-¿Por qué llorás tanto?
“Le dije: ‘Porque no quiero, porque no puedo, porque yo vine por otra cosa, porque tengo cuatro hijos, no tengo dónde estar, vine a trabajar para ellos’ y a la vez no podía contarle más”, relata L. Porque el médico era cómplice. Le dijo que le daba cinco minutos para pensarlo, que si quería a la vuelta le hacía un raspado y listo.
"Pero la bebé se movía para todos lados, estaba toda entera, completa”, explica L. Se fue del consultorio a las escapadas, pero la estaban esperando. “Y el castigo fue peor, porque no me quise hacer el aborto”. Sabían todo, el médico les contó.
“No quise sacármela a mi hija, porque por más que no podía tenerla, tampoco podía abortarla”. Se acuerda y la desesperación le vuelve. Se encontraba sin salida. “No podía matarme, no podía irme. Ahí hasta menstruando te hacen trabajar, te hacen poner un tampón y a trabajar. Embarazada también. Si no me moría ahí adentro me iba a morir desangrada, estaba mal alimentada, me caí cinco veces, me cagaron a palos, estuve sin comer, estuve drogada con mi hija adentro. Mi hija es una leona”.
Escape
L y N tenían la sensación de que sus días estaban contados. “O nos vamos o nos matan. Ya sabemos demasiado, ya no tienen dónde llevarnos, ya estábamos en el fin del mundo, dónde carajo nos iban a llevar”. N le dijo:
-¿Te acordás de José?
José era un cliente. Camionero, de Buenos Aires. Les había dicho que sabía que algún día se iban a ir. Que tengan fe. Que si eso pasaba que lo llamen, que las iba a ayudar. L tenía su número escrito en una zapatilla y adentro de una campera.
Un día vieron la oportunidad. Se robaron un teléfono y salieron. Empezaron a correr. “Salimos con lo puesto, con ropa de puta y en patas”.
Corrieron 10 cuadras, tal vez 12. Lo llamaron. Estaba lejos, pero en la zona. Les dijo que se acerquen a una estación de servicio que estaba en la ruta. Ahí, entre la alegría y el terror lo esperaron por unas horas, que fueron eternas. Las pasó a buscar con el camión. “No te voy a decir que fue un buen hombre porque él también hacía uso del servicio. Aunque mayormente quería hablar, estaba muy solo. Y también se drogaba mucho”, recuerda L.
Y así emprendieron el viaje, que duró cinco días arriba del camión. “Fue increíble y más allá de todo lo que pasamos, lo mejor que he visto en mi vida. Las cosas tan hermosas que hay allá y yo pensaba... la puta madre, la pasé tan mal acá y estaba en el paraíso”.
José les pagó la comida. “No te das una idea con la desesperación que comíamos”. Él les decía que transformen el dolor, que lloren todo lo que tengan que llorar, que se descarguen para que sus hijos no las vean tristes. “Fue una experiencia inolvidable”.
Llegaron hasta Buenos Aires. Ahí se quedó N, que era de allá. A L José le compró un par de pantuflas, una campera y un pasaje a Santa Fe y la dejó en la terminal. El colectivo pasaba en 15 minutos. “Pero yo los sentí como dos horas. No podía parar de llorar”.
El 26 de noviembre, cinco meses después de su partida, L volvió a casa.
Pude
Tenía ya seis meses de embarazo cuando arribó. No se había hecho ningún control. Tampoco tenía panza.
“Fue muy duro sacarme la vergüenza de lo que me pasó, de llegar como llegué. Me costó un mes poner los pies sobre la tierra porque lo único que quería era tirarme en una cama y llorar, no paraba”.
A la única persona que le contó lo que le había pasado fue a una amiga. Ella se contactó con una organización feminista que trabajaba en el barrio, quienes la acompañaron a los organismos estatales, a hacerse los controles, a atravesar el parto, a construir un ranchito en el terreno de un familiar, a conseguir trabajo. También recibió colaboración de una fundación que le acercó algo de ropa para el bebé.
“El parto fue hermoso. Después de estar tantos meses sin poder hacer nada, con mi cuerpo pude hacer algo maravilloso”. Era su cuarto parto pero igual tenía mucho miedo: “creía que me iba a morir. Pero el momento en que nació fue como... más allá de que todavía sufro lo que me pasó, ver su carita fue como cerrar la etapa. O al menos eso estoy intentando. Ella llegó para hacerme saber que sí podía. Mirá, no te moriste. Ahora somos cinco”, relata con orgullo.
De pie
A unos meses del nacimiento de su hija, L se ha podido construir su casita y hoy tiene un empleo que, si bien es precario, la ayuda a sobrevivir. “Hoy veo que hay muchas personas dispuestas a romper las redes de trata, conocí chicas que las han ayudado a salir, pero recién cuando llegué a Santa Fe”.
A L la han paseado por distintos organismos estatales pero ella no siente que pueda obtener ahí lo que necesita. Unos le indican un camino y otros se lo desmienten. “De un lugar me mandan a hacer la denuncia a tal comisaría, pero yo te estoy diciendo que vengo de una red que tiene mucha gente metida dentro, en todos los lugares del Estado, y yo no sé si voy a estar hablando con uno de ellos. No confío en nadie, y ellos lo deberían saber, porque están trabajando de eso, saben que es así ”. L les habla a quienes descreen: “La trata existe, hay gente corrupta: políticos, abogados, jueces, policías, hasta médicos, enfermeras”.
L se siente sola. No sabe a quién creerle. Se siente rota.
“Te sentís vacía porque te van secando, te cagan la mente, te arruinan en todos los sentidos. Porque… hoy, más allá de que muchas veces me siento sola y quisiera tener a alguien creo que no, no sé si algún día... Muchas veces siento cansancio de estar sola. Pero no sé cómo haría. Me acuerdo de cuando fue mi primera vez con un hombre y de sólo pensar me da asco, hasta una caricia”, explica L entre lágrimas, las palabras se le atragantan. Pero rápidamente pasa por el asco y la bronca: “No soporto… ni que me miren. Ni a mí, ni a mis hijas, ni a nadie”.
Se seca las lágrimas y sigue. “No tolero a ningún hombre. Hoy mi imagen es lo que menos me interesa. Me levanto, me pongo lo que sea y me importa un pito que me quede mal. Inclusive mientras menos atractiva me sienta para un tipo mejor”.
La supervivencia corre por sus venas y no se apaga. “Yo quería compartirles esto para de alguna manera ayudar a otras pibas, y que el día de mañana haya un millón de testimonios como el mío, diciendo que sí, que pudieron salir. Y es como que el dolor que tengo adentro lo transformo en fortaleza y trato de esmerarme día a día. Ahora necesito un microemprendimiento. Yo salgo a vender todos los días, si tengo un microemprendimiento me arreglo, no jodo más a nadie”.
Al igual que cuando salió de la red, su motor son sus hijos: “Mis hijas mayores son maravillosas. Son ellas las que me aguantaron, las que me esperaron, las que conocen todo de mí. Saben que me levanto a las 7 de la mañana, salgo a trabajar y cuando vuelvo me esperan con el mate. Me tomo dos y salgo de nuevo a vender. Llego a la 3 o 4 de la tarde y me esperan para comer con lo que hayan cocinado. Eso no tiene precio. Están todo el tiempo ahí, cuidándome, de alguna u otra manera”.
Hoy con un techo propio su horizonte es otro. “Ya mi casita es un logro. Más allá de las necesidades que todavía tenemos, re disfruto de mi espacio. No dependo de nadie, hoy no tengo gran cosa pero amo mi lugar, estoy re conforme más allá de que me levanto todos los días para ir en busca de más. Quiero decir que soy una agradecida de la vida y que acá estoy, de pie”.
Escribe y edita. Colabora en la producción de notas y la realización audiovisual.