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Elogio a la caminata

La primera entrega 2021 de Editorial De L'Aire llega con un texto de Claudia Chamudis: Elogio a la caminata.

La alarma del celular está programada a las seis, pero son las cinco y ya estoy despierta. Hago fiaca hasta que la luz empieza a entrar por la ventana. Salgo para ver salir el sol desde el mangrullo al lado de la pileta, en un horizonte anaranjado alineado con el techo del cuartito de los teros. Esa construcción que tiene más de un siglo, con el revoque gastado y lengüetazos de pintura al agua rosada algún día va a ser mi cuarto de escritura. Todavía no. Por ahora es refugio de mis ponis para los días de lluvia o las siestas de mucho calor.

Entro a la casa para untarme con mi doble escudo: protector solar y repelente de mosquitos. Busco los auriculares para conectarlos al celular. La lista de Spotify de hoy tendrá, como todas las mañanas, mucha cumbia colombiana y mejicana, rock, chachacha, tango… una mezcla ecléctica y rítmica, que me hace caminar a buen paso durante un par de horas. 

Percy y Clarita azotan la puerta de madera. Esperan, ilusionados, que les dé un poco de maíz o de arroz partido. Pero ya hace más de un mes que suspendí el desayuno de esos ponis malcriados que de tanto reclamo aflojaron las bisagras, así que tuve que anular esa entrada a la casa. Salgo por atrás, les paso por el costado y me causa gracia su desconcierto cuando me ven pasar. Antes de abrir la tranquera busco una ramita de aromito que dejo a mano desde que un par de perros me mordieron las pantorrillas. Esta especie de cayado de San Roque que me recomendó una amiga fue la solución mágica: con sólo agitarlo un poco hasta las fieras más bravas se quedan en el molde

Encaro para el oeste, como siempre. Paso por delante del puesto de Oscar y su familia, que cuidan el campo de ganadería de extensión que rodea mi casa. Hoy no están los nenes asomados. Ni Leonel, el cazador de chicharras, ni Milagros, que se llama así porque a la mamá le habían dicho que no podía quedar embarazada. Me acuerdo que nació sietemesina y chiquitita, era un bollito arrugado de piel cuando recién llegó al pueblo.

A Empalme se llega por una cinta de asfalto de nueve kilómetros que se convierte en camino de tierra una vez que pasa el caserío. De aquel lado el trazado urbano: la parroquia, la comuna, la escuela, la plaza, el almacén. De este lado, atrás de las vías muertas, la estación de tren y la casa del guarda que ocupan un par de familias con permiso comunal y mi casa, que alguna vez fue almacén de ramos generales, estafeta postal, bar y club de bochas. 

Esta vez es un chancho embarrado y moteado el que sale del terreno del puestero y camina al lado mío unos metros. Enseguida se cansa y se vuelve a meter por debajo del alambrado. Más allá, cerca de la curva que lleva al río, un  par de liebres pasan saltando con una gracia que me fascina.  De a poco en el horizonte empiezan a aparecer las barrancas secas del Salado, unas líneas curvas como víbora que extrañan el agua desde hace varios meses. Apenas queda un resto de líquido marrón y espeso debajo de las ruinas del puente. Me siento un rato. Respirar, mirar. Detenida, un instante, sin medida, como dice una canción de Ana Prada. Siento una emoción que a veces me pega una patada en el pecho y me hace lagrimear. Hora de pegar la vuelta.

Caminar es para mí el mejor ejercicio físico y mental. Desplazarse por el espacio al ritmo del propio cuerpo, con una velocidad que permite apreciar el entorno. Mientras hago el camino de vuelta todo me maravilla: los cactus espinados y florecidos, los pájaros (en especial las brasitas, con su panza rojo fuego), las vacas que siguen su rutina diaria de desplazarse de un campo a otro para pastar, interrumpiendo el tránsito (aunque habitualmente yo soy la única que transito a esa hora), los caballos que andan sueltos por afuera de los alambrados pero comportándose como unos duques, los chivos que se hacen cococho para llegar a las ramas verdes de los árboles. Y el cielo. Mejor dicho, los cielos. Nunca son iguales los cielos. Si uno mira con atención, las pequeñas variaciones de la salida del sol, las nubes gordas de tormenta o los jirones pálidos de las mañanas de verano que anuncian infierno a la siesta, son una pantalla en trescientos sesenta grados que nos hacen tomar dimensión de lo insignificantes que somos ante esa enormidad. Un baño de humildad diario. Una misa laica. Los cielitos lindos de mis caminatas.

El paisaje cambia con las horas y también con las estaciones del año. Hay que aprender a respetar los tiempos de la neblina invernal, de la resolana que duele en los ojos, de las lluvias abruptas que a veces sorprenden al caminante en el medio de la travesía. Caminé todos los días de la semana, feriados, días patrios, conmemoraciones religiosas, y ninguna de esas fechas de calendario impactó en el monte. Una aprende a relativizar algunos rojos en el almanaque, a tener paciencia, a esperar, a aprovechar. Creo que en esto de los ciclos la naturaleza es femenina. Sabe como las mujeres contar el tiempo en lunas, que marcan el ritmo de fecundidad y de sequía. 

Lo mío no es una apología de la vida rural. No a todos les convence la idea de vivir con un patio lindero de setecientas hectáreas de la nada misma, no tener cerca ni farmacia ni bares ni cine ni peluquería ni cajero ni estación de servicio ni delivery de comida ni ferretería ni librería ni gimnasio… Hay que poner en suspenso los miedos por un rato y acomodarse a lo que hay. Que no es poco.

Hace unos meses, parafraseando al lingüista Ferdinand de Saussure que plantea que es el punto de vista el que construye el objeto, publiqué al pie de una foto de uno de los tantos amaneceres de por acá un par de frases que vienen bien como una síntesis de estas páginas: Vivo en un pueblo de mierda, en las afueras de una ciudad pedorra de un país tercermundista. Para mí es el paraíso.

Claudia Chamudis es profesora en letras, magister en semiótica, docente, escritora, locutora en La trama Radio 
(Ochava Roma). Algunos de sus cuentos se leen en la antología 'Veinte Jóvenes Cuentistas Argentinos' de la 
Editorial Colihue y en diarios y revistas literarias. Obtuvo primera mención en la edición 2016 del Concurso 
Literario Municipal Ciudad de Santa Fe. Finalista del concurso Narrativa Inquilina 2019. Es de Santa Fe, vive en 
Empalme San Carlos.