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Disciplina

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La memoria histórica indica que en ese bingo de la proscripción, de la vuelta de la democracia para acá, se compra todos los números la que es mujer. Hoy tres tipos (y otros tantos más desde las sombras) pretenden con esto ponerle un freno a la voluntad popular y, solapadamente, también eligen mostrarnos al resto de las mujeres que, a veces, sí tiene consecuencias levantar la voz, a veces sí tiene consecuencias hacerle frente a los poderes concentrados.
Belén Degrossi
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Foto: prensa CFK

En 2008 cursaba yo el último año de secundaria cuando mi familia compró por primera vez una cámara digital. Para los nativos digitales que están leyendo esto puede que parezca una cuestión menor, pero en mi casa no lo fue. La posibilidad de poder sacar fotos de cualquier cosa, sin tener que comprar rollo, se transformó rápidamente en una actividad que nos entusiasmaba sobremanera. En esa época llevábamos la cámara digital al boliche, a las juntadas en la plaza y a los actos del colegio, y después volcábamos algo de todo eso en el viejo y querido Fotolog.

De esa memoria digital queda poco y nada. A veces incluso miramos esas fotos más en clave de meme que otra cosa. Pero yo recuerdo de manera vívida qué fue lo primero que fotografié, o que filmé, en todo caso: el discurso de apertura de sesiones de Cristina, ese mismo año, el 1 de marzo frente al Congreso.

Estábamos a las puertas de lo que terminó siendo después el conocido “conflicto del campo”. Cristina había hecho campaña con un eslogan muy simple: “Cristina, Cobos y vos”. Había asumido el 10 de diciembre de 2007, recibiendo la banda presidencial y el bastón de mando de su marido, Néstor Kirchner, algo que en la historia democrática argentina, y del mundo, no había sucedido nunca. Pero no era nada de todo eso lo que a mí me llamaba la atención de Cristina. Lo que más me impactaba, lo que me llevaba al punto de querer filmarla como si con eso lograra grabarla en mi mente, era su capacidad de oratoria.

En esos primeros años, en donde nadie tenía mucho para decir de Cristina, en contra al menos, todos siempre hablaban de lo mismo: qué bien que habla Cristina, decían. Claro que detrás de eso había una profunda ignorancia. Obvio que Cristina hablaba bien. Había sido diputada y senadora cuando eso valía algo. Había formado parte de una convención que había reformado la Constitución nacional en el 94. Había sido una militante desde el momento en que pisó una facultad, incluso desde antes. Todo en ella daba la sensación de solidez. Todo el tiempo Cristina estaba por encima de la situación. Eso es lo que yo trataba de plasmar en el video cuando grababa el televisor. Como si estuviera tratando de memorizar algo que tenía que ver, no tanto con lo discursivo, sino con lo muscular: cómo se para, adónde hace las pausas, cómo hace para trasladar las ideas, a quién le habla, a quién mira. Mientras otros miraban qué tenía puesto, las uñas, el pelo o lo que fuera, a mí me llamaba la atención el fuego en los ojos. Esa cosa que hace a una persona joven por siempre, sin importar qué edad tenga.

El discurso fue largo y a mitad de la grabación me quedé sin memoria. No volví nunca a mirar ese video, como tantas cosas que grabamos y después no miramos: una canción en los recitales, un gol en la cancha, nosotros cantándole el feliz cumpleaños a una persona que queremos. En el momento nos parece que para cimentar el recuerdo hay que grabarlo, hay que filmarlo. Después nos damos cuenta de que la memoria real, no la digital, opera de otras maneras.

Yo no recuerdo absolutamente nada de lo que Cristina dijo en ese primer discurso frente al Congreso, delante de quienes hasta hacía dos minutos habían sido sus compañeros. Sí me acuerdo de esto: la sensación de que Cristina, antes, en algún punto, había sido invisible. Una militante rasa más en una plaza, entre otros militantes. Una mamá en una reunión de padres. Alguien en la cola de la farmacia. Una diputada entre un montón de diputados, algunos más relevantes que otros. Y hoy, era presidenta. No sólo era presidenta: era la primera presidenta mujer elegida democráticamente, por el partido que yo había mamado en mi casa desde el inicio de los tiempos. De pronto, frente a mí, se configuraba algo: la posibilidad.

No digo con esto que yo me imaginaba que podía llegar a ser presidenta, ni mucho menos. Sí, quiero decir, ese primer discurso de Cristina habilitó una discusión. Imagino hoy que muchas me leen y piensan en lo mismo que yo pensé en ese momento. La voz de Cristina, sus palabras, cobraban otra relevancia. Ahora, de pronto, nosotras también podíamos opinar en nuestras asambleas. Podíamos discutir política con nuestros compañeros. Nuestras ideas eran válidas. Nuestras preguntas podían ser escuchadas, nuestros cuestionamientos tenían otro peso. Y ese fuego del que les hablo en la mirada, ese que muchas de nosotras a veces perdemos detrás de los quehaceres hogareños, del paso del tiempo, o de la forma hostil que tiene el mundo de hacernos creer a las mujeres que somos mejores, que somos más serviciales si somos invisibles. Ese fuego es la clave. Ese fuego es el legado.

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Autora: Titi Nicola | CC-BY-SA-4.0

Si Evita había sido la que convenció a la generación de nuestras abuelas de que su voto valía igual que el del marido, el patrón o el padre, Cristina, desde la televisión y en cadena nacional, nos hacía creer que nosotras, en nuestra casa, también podíamos llegar a donde nos propusiéramos. No romantizo con esto, ni su trayectoria, ni los sacrificios que tuvo que hacer en el medio. Digo que, por primera vez, la que nos validaba era una mujer y no un hombre.

Mucho tiempo después, en una marcha de los jubilados en la Ciudad de Buenos Aires, mientras la policía tiraba gas lacrimógeno a las diputadas y diputados que habían salido a defender a los militantes del aparato represivo de Patricia Bullrich en la gestión de Macri, recuerdo haber sentido algo similar. Myriam Bregman y Mayra Mendoza, ambas diputadas en ese momento, se compartían la leche de un sachet para limpiarse los ojos. Me acuerdo haberlas visto a través de la televisión y haber sentido ese mismo fuego. No quiero también de vuelta decir que en ese gesto había algo más allá que humanidad, empatía, sororidad. Digo que de pronto las cámaras también se posaban en nosotras. Digo que de momento nuestras formas de hablar, de construir política, de acercar posiciones, eran válidas. Todas, más por derecha y más por izquierda, le debemos gran parte de eso a Cristina Fernández de Kirchner.

Eso es lo que hoy está en juego. Eso es lo que se pone en disputa. Eso es lo que tres tipos (y otros tantos más desde la sombra) ponen en tela de juicio. Hay tres con nombre y apellido: Rosatti, Rosenkrantz y Lorenzetti, hijos de la casta real, la casta del Poder Judicial, hijos de la corporación de aquellos hombres que se votan entre ellos, hijos de los sótanos de la Corte Suprema. Esos en donde se define a dedo lo que en otras instancias los seres humanos comunes y corrientes no podemos siquiera cuestionar. Esos a los que nunca se los eligió democráticamente, los que nunca fueron en una boleta, los que rara vez fueron a una asamblea, ni se definieron por voto popular.

Esos tres tipos hoy deciden que Cristina no puede volver a ser candidata. No hablo de su posibilidad de ir encarcelada, me detengo en esta que es la parte más disciplinatoria de todas. Definen que Cristina no puede candidatearse. Intentan con esto, ellos y los que operan desde la sombra, modificar el destino de cientos de miles, millones de votantes a lo largo y a lo ancho del país. Pretenden con esto ponerle un freno a la voluntad popular y, solapadamente, también eligen mostrarnos al resto de las mujeres que, a veces, sí tiene consecuencias levantar la voz, a veces sí tiene consecuencias hacerle frente a los poderes concentrados.

La memoria histórica indica que en ese bingo de la proscripción, de la vuelta de la democracia para acá, se compra todos los números la que es mujer. No el expresidente o la expresidenta que es más o menos corrupto, más o menos idóneo, o que hizo un mejor o peor gobierno. No. Sino los menem, los macris de la vida, tendrían que correr destinos similares. Y sin embargo, la que molesta es Cristina. Molesta ella y molestan todas las que, con mayor o menor esfuerzo, tratamos de mantener siempre vivo el fuego de los ojos.