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La inundación, en la memoria y el cuerpo de una niña trava

A 17 años de la inundación que cambió para siempre la historia de la ciudad a fuerza de dolor e injusticia, Victoria Stéfano recuerda aquel abril de 2003 cuando el Salado llegó y arrasó con todo: el derrotero junto a su familia para huir del agua, el frío y el calor insoportables en el galpón donde se autoevacuaron, y el descubrirse travesti en ese contexto, con apenas 10 años.

Foto: Archivo personal Victoria Stéfano

Yo en ese momento tenía 10 años. Vivía en Gaboto al 4700, entre Artigas y Perú, casi a la mitad de la cuadra. Afuera de mi casa había unos sauces hermosos, altísimos, que ya empezaban a amarillearse con el llamado del otoño.

A las 9 de la mañana subían algunos vecinos al terraplén como si pudieran avizorar la tragedia de aquel día a fines de abril. Miraban expectantes hacia los reservorios fuera del anillo de defensa, esperando que eventualmente el agua parara ahí y no se tragara a Barranquitas Oeste también. Hacia la tarde los rumores se convertían en una triste realidad.

La gente en general era reacia a dejar sus casas. Mi mamá después de comer, y de discutir con el forro de mi papá que se fue a la mierda, empezó a guardar toda nuestra ropa en bolsitas de supermercado. Mi hermana mayor, embarazadísima, hacía lo mismo. Cuando volvió mi viejo se acostó a dormir porque para él, el agua no iba a llegar.

Afuera arribaban los primeros camiones de la Municipalidad con arena y bolsas arpilleras, a pedirle a los vecinos que taparan con bolsas el anillo de desagüe del terraplén.

La verdad es que la solidaridad caracteriza a los barrios miserables y abandonados, y al menos 50 vecinos colaboraban con cuatro tristes municipales que llegaron con los camiones. Yo iba de acá para allá, mirando cómo los adultos ensayaban reacciones frente a lo que ya sabían inevitable.

Mi mamá le habló al papá del Guille, el pendejo que me corría a piedrazos por putito, que tenía un carro y caballos. Ellos nos hicieron de flete.

A eso de las 17 empezamos a sacar nuestras cosas. Primero la ropa, los muebles chicos. Las ollas, los platos, esas cositas pequeñas que te encajaban para que sientas que ayudas en algo. Después los muebles indispensables.

Hacia las 8 yo ya estaba en la casa de mis tíos en barrio San Pantaleón, fuimos ahí porque era más alto y teníamos la esperanza de que nos pudiéramos quedar hasta que esto pasara.

Mi mamá llegó toda mojada con mi primo.

A las 8 de la noche el agua ya les llegaba al pecho. A mí vieja se le cayo la heladera encima, y si no fuera por mi primo hubiera muerto ahogada ahí mismo, en la casa donde nos había criado.

Esa noche nos acostamos todos amontonados. Tenía fresco en la memoria los gritos desgarradores de la pelea de mis vecinos de enfrente. "Yo no me voy a ir" le decía Don Muringa a sus hijas que querían sacarlo de la casa a empujones. "Yo me muero acá, con mis cosas y en mi casa". Me preguntaba por qué no se fue, por qué no sacó sus cosas como nosotros.

Mi mama y mis tíos no durmieron nada esa noche, y menos mal porque a las 6 de la mañana empezó el éxodo de San Pantaleón también, el agua volvía a corrernos. Nuestro derrotero seguía lejos de terminarse.

Esa mañana, escapándonos del agua otra vez, usurpamos un local al lado de una estación de servicio en Facundo Zuviría. A las 11 llegó la policía y nos echó. Otra vez buscamos dónde ir. Mi primo llamó a su expatrón, que tenía la cartonería Rozek también en Facundo. Todavía no sabía que iba a vivir nueve meses en ese galpón.

Cuando llegamos ya había cinco familias más. Lo más desgarrador fue el momento en el que una mujer se enteró que uno de sus hijos estaba perdido. Todos los años repaso ese momento. A los días se fue, jamás supe si se reencontró con su hijo. Las imágenes en la tele mostraban nuestros barrios desaparecidos en la creciente. En las copitas de los árboles intentábamos reconocer cuál era nuestra casa.

Algunos "autoevacuados" tenían casi todo, como nosotros. Otros habían llegado con lo puesto.

Nos organizamos para comer hasta que los soldados empezaron a llegar con alimentos, ropa y algunos muebles indispensables. Mi papá desapareció por 15 días.

La catástrofe afuera asolaba la ciudad. Mi mamá decía que después de las 8 no se podía salir. Yo no necesitaba salir... afuera de ahí no me quedaba nada.

Mientras estuvimos en ese galpón muchas cosas pasaron. Los días de frío eran horribles, helaba adentro, y las chapas condensaban la humedad, así que enseguida empezaban a gotearnos encima. Y los días de calor era imposible dormir. Las chapas se calentaban hasta que se hacía imposible dormirse.

En el medio yo empezaba a descubrirme travesti y no sabía cómo canalizar eso de ninguna otra manera que no fuera el llanto y la incomodidad con todo mi entorno.

Mis papás se separaron y mi viejo se quedó con mi casa… Así que mi mamá y nosotros no teníamos dónde irnos, hasta que la Cruz Roja Alemana nos asignó un módulo habitacional plástico, en un barrio de emergencia en el norte de la ciudad. Ahí nomás nuestra vida se circunscribió a un baldío y una carpa que parecía un pequeño circo.

Cuando mi mamá terminó de construir nuestra casa teníamos 5 × 5 metros de cubo plástico para cuatro personas sin electricidad ni agua, en un protobarrio con tres baños químicos para 42 familias, y una sola canilla comunitaria. Así sobrevivimos años, hasta que semiurbanizaron el baldío que nos habían cedido.

Con la violencia con la que se arranca una flor y se coloca en un tarrito con agua a ver si prende, nos arrancaron de nuestro barrio, de nuestras vidas y de nuestras historias.

Pero mi mamá siempre fue una hierba resistente; no sabía otra cosa que pelearla y sobrevivir.

Es obligatorio no olvidar.

La foto es de un cuadro que mi mamá rescató el 29 de abril de 2003, cuando dejamos nuestra casa, forzadas por la creciente del río Salado. No fue una catástrofe ambiental, fue un crimen hídrico, provocado por la acción directa del gobierno provincial y municipal.

De derecha a izquierda yo soy la segunda, con la remerita musculosa de patos, que por cierto era mi favorita.