La estudiante de abogacía e integrante de la Mesa Ni Una Menos de San Guillermo, Abigail Zamora, analiza cómo repensar desde el feminismo los roles de la maternidad, el desarrollo profesional y la distribución de las tareas de cuidado que por siglos asignó -y asigna- a las mujeres el sistema patriarcal.
Cuando hablamos de maternidad hablamos de una institución histórica que nos ha considerado a todas las mujeres como madres simbólicas, condicionadas desde que nacemos en el entendido de que siempre debemos estar al cuidado de otra persona, sumergidas en un sistema donde se nos exige una entrega total a la crianza de hijos, hijas y personas mayores; colocándonos en una etapa de irreproductividad económica, fragilidad y servilismo. Pero es ese mismo sistema que exige que salgamos a trabajar, que seamos profesionales, empresarias e independientes pero sin descuidar el trabajo doméstico, teniendo que asumir una doble jornada laboral.
¿Qué tipo de maternidades queremos revindicar? El ideal materno se encuentra entre la madre sacrificada, al servicio de la familia y la obligación de tener que cumplir con el trabajo propio y el trabajo doméstico, pero no somos superwoman, no tenemos una habilidad natural distinta, existe una corresponsabilidad de todos los miembros de una estructura familiar de asumir un rol para sostener el funcionamiento de un hogar. Feminizar estas prácticas perpetúa las desigualdades a la hora de poder acceder a las mismas oportunidades que otros miembros de la familia ya que las horas diarias que dispone una mujer a realizar este trabajo no remunerado le reduce el tiempo de poder trabajar fuera de la casa o ir a buscar un empleo. Nos limita en reproducir otros tipos de esfuerzos, quedarnos después de hora y que nos ofrezcan un aumento reforzando la confianza en nosotras mismas, conseguir un cargo con mayor responsabilidad, formarnos, estudiar; muchas veces relegando autocuidados, tiempo de ocio y también aceptando trabajos con mayor flexibilidad, informales y más precarizados a falta de tiempo.
No se pretende negar que también hay amor en estos cuidados, ni desafectivizarlos, sino reconocer que hay una distribución dispar de las tareas; revalorizar y revindicar este trabajo, que es esfuerzo, es tiempo, son cargas de responsabilidad y muchas veces se padece. Necesitamos repensar una redistribución de las mismas que pueda ser cada vez con más amor y menos esfuerzo.
Democratizar estas tareas es ponerlas en valor, es repensar la asignación de roles, comportamientos y características de menor prestigio que se nos han impuesto: de nosotras esperan que seamos dulces, emocionales, y que cumplamos el rol de madre y esposa en el espacio privado del hogar con actitudes de cuidado, presencia y entrega absoluta. Por otro lado, de los hombres se espera que sean fuertes, agresivos, racionales, proveedores, desempeñándose en el ámbito público. Nadie nos pregunta si queremos hacerlo, o a nuestras abuelas/madres qué les hubiese gustado ser o hacer. A estas concepciones presentes en nuestra sociedad se las conoce como estereotipos de género, es decir, aquellas ideas que, a pesar de ser construidas culturalmente, son presentadas como naturales e inmodificables y que distribuye roles, derechos, privilegios y mandatos entre ellas basándose en el sexo asignado al nacer. El sistema que impone estas desigualdades y jerarquías entre las personas, según al género al que pertenezcan. es conocido como patriarcado. El fin es que, ya no seamos patrimonio del patriarcado, sino que la vida en sociedad sea apropiada por el feminismo.
Por lo tanto, no creo que se trate de renegar del hecho de ser madres sino de las condiciones en las que somos madres en el patriarcado. Vivir la maternidad no depende sólo de las prácticas que podamos llevar a cabo en nuestra individualidad, sino también en el medio y las condiciones en las que se ejerce esa maternidad en las familias.
Datos que reflejan la realidad
En general, las madres con su labor han sido interpretadas como sujetas pasivas, no como activas dentro de la economía. Nuestro sistema económico se sostiene gracias a la red de cuidados y tareas domésticas que realizan todos los días millones de mujeres las que, si bien en las últimas cinco décadas ingresaron masivamente al mercado laboral, también dedican largas horas a las tareas del hogar y de cuidado de menores y adultos mayores. Esto implica una doble jornada laboral para la mayoría de las mujeres trabajadoras; a su vez, para quienes tienen mayores recursos y la posibilidad de tercerizar estas tareas, ese alguien suele ser otra mujer que en general está contratada de manera precarizada, que deja a sus hijos e hijas al cuidado de un familiar que usualmente también es mujer, como las abuelas, pero que muchas veces al no poder conciliar con su vida personal tienen que abandonar el mercado laboral.
Podemos ver que cuantos más hijes tiene un varón, mayor es su tasa de actividad, en la mujer es a la inversa. Entonces, ¿cómo podemos redistribuir las redes de trabajo doméstico y de cuidado para que se tornen igualitarias y equitativas? No es un "yo te ayudo", es un "yo también me hago cargo", no son tareas de mujeres, ni tampoco son muestras de amor, es trabajo y esfuerzo no pago.
En el Directorio Nacional de Economía, Igualdad y Genero, se midió el Trabajo Doméstico y de Cuidados No Remunerado: representa un 15,9% del PBI y es el sector de mayor aporte en toda la economía, seguido por la industria (13,2%) y el comercio (13%). Se desconoce en absoluto el aporte que las mujeres hacen a través de trabajo reproductivo.
Esta referencia revela la importancia de las tareas de cuidado para la reproducción cotidiana de la vida, es un trabajo esencial para el desarrollo del sistema económico y social que ha estado invisibilizado y excluido de los análisis económicos convencionales y de lo que se considera trabajo. Eso sin considerar que las tareas de cuidado permiten que se reproduzcan cotidianamente los miembros de las familias y con las características que todo el sistema necesita. Esto lo seguimos sosteniendo las mujeres, sin nuestra producción del trabajo no remunerado que implica el trabajo doméstico, el resto de la economía no funciona.
Otro dato interesante de la asimetría de una desigual repartición de este trabajo subvalorado, es que las mujeres empleadas full time fuera de su hogar dedican más tiempo a este tipo de labores que los varones no ocupados. Es la representación más evidente de los roles, estereotipos de género, mandatos y la sexualización de la división del trabajo que aún perduran y contribuyen a aumentar la brecha de género.
Mi conclusión es que para que una economía se mueva y se desarrolle lo más importante no son sólo los bienes y servicios, sino las personas, su bienestar y el sostenimiento de su vida. Existen dos tipos de trabajo: el remunerado, en el que las personas venden su fuerza de trabajo y compran bienes y servicios en el mercado; y el que la economía ortodoxa no toma en cuenta, pero que la economía feminista pone en la mesa, que es el de cuidado no remunerado, necesario para que la sociedad y la economía funcione. Las mujeres responsables de este trabajo, aportan un valor económico que no se contabiliza y que monetiza el afecto.
Para cerrar este artículo de la revalorización de estas tareas que debemos redistribuir mejor, afirmando que no es una división sexual y genérica, tenemos que trabajar culturalmente para dejar de ver y organizar el mundo desde el androcentrismo; es decir, desde el punto de vista del varón, como referencia de toda la humanidad. Para que la vida en sociedad sea posible y justa debemos poner en discusión estos patrones, compaginando trabajo, crianza, cuidados y limpieza desde una perspectiva feminista, es decir, desde la igualdad y la equidad.
Autora: Abigail Zamora, estudiante de abogacía e integrante del Grupo de Acción Social Feminista Ni Una Menos de la ciudad de San Guillermo