Priscila Pereyra rememora cómo el río irrumpió en su vida en 2003, cuando tenía 14 años. Munida de visiones propias, charlas con su madre y vecinas del barrio; tras el paso de 19 años, ahora siendo madre y con la llegada del feminismo a su vida, reflexiona sobre los roles maternales y de cuidados y la solidaridad colectiva que emprendieron las mujeres durante la catástrofe hídrica.
Cada vez que se acerca el 29 de abril, nunca falta una charla en familia en la que nos invada la nostalgia y el desgaste. Después de 19 años, la bronca por haberlo perdido todo aún no pasa. Cada año repasamos minuciosamente lo que estábamos haciendo ese día cuando el agua se asomó por las esquinas de nuestro barrio, casi como una cuestión de hábitos, para no dejar morir en nuestra memoria cada detalle del hecho de mayor desidia y corrupción política en obra pública que atravesó nuestra ciudad. Con estos recortes vamos recuperando la historia que atravesó a 130.000 santafesines del cordón oeste, y repensarnos nos abre un panorama más amplio de todos los roles que fueron fundamentales en nuestra historia, gracias al feminismo, que a muchas nos llegó con los años, sin tanto academicismo.
Las ollas populares improvisadas y los roperos comunitarios estaban sostenidos por mujeres, al igual que las escuelas, organizadas por maestras. Se acentuó un rol ya marcado: el cuidado de las infancias inundadas. Las madres a cuestas con sus hijes, su desesperación por salir de los techos, rodeadas de agua que, en pocos minutos, se encargó de llevarse todo lo que estaba a su paso.
Una historia propia
Mi mamá el 29 abril estaba de servicio ayudando a evacuar un jardín de infantes en Barrio Santa Rosa de Lima, no muy lejos de la casa donde actualmente seguimos viviendo, en barrio Alfonso. Mi hermana tenía tres años y yo 14. Cuando se dio cuenta de que el río iba a llegar, se acercó hasta nuestra casa para avisarnos que juntemos todo, pero para cuando llegó, el agua ya se asomaba por la puerta. Sólo quienes pasamos por la inundación y recordamos la rapidez con la que subió el agua podemos entender por qué de la expresión “salimos con lo puesto” es tan literal.
En cuestión de minutos, el agua nos llegaba a la cintura, y al igual que varias familias de mi cuadra, en lugar de intentar escapar hacia Avenida Freyre, preferimos priorizar nuestras vidas y subirnos a una casa vecina de dos pisos que nos refugió. Entre medio de todo el caos, recuerdo que mi mamá, una vez que nos dejó a salvo, volvió al agua y a la par de otros vecinos se aseguró de que nadie en nuestra cuadra quede encerrado en su hogar por la presión del río.
Cuando empezó a caer la noche y los gritos desesperados pidiendo ayuda en la oscuridad empezaron a ser protagonistas, las personas adultas a cargo decidieron que era hora de subirse a un bote y salir de ahí. A partir de ese momento todo lo que seguía era una gran incógnita. Garantizar comida, ropa seca y un lugar para dormir para las infancias, en medio de una catástrofe hídrica, fue otra labor de madres.
No es un novedad que las tareas de cuidados siempre están a cargo de mujeres, pero en un contexto como este, podemos repensar el trabajo doblemente sobrecargado: a la labor cotidiana que implicaba la crianza, también sobrellevar la angustia de todo lo que estaba pasando. Muches tan solo éramos niñas y adolescentes, y entendíamos poco y nada, pero ver a nuestras madres llorando nos daba un panorama mucho más duro de lo que ya percibíamos.
“No les podía ofrecer nada a mis hijas, dormíamos sobre un colchoncito de cinco centímetros que nos dieron y una frazada finita, y con eso mal que mal nos pudimos arreglar en primera instancia para descansar. Agarramos dos colchones de una plaza que nos dieron, porque eran dos colchones nomás por familia, y lo juntamos y dormíamos todas apiladas”, recuerda mi vieja, con la voz quebrada.
Con el transcurrir de los años, también recordamos historias dolorosas como la de Vanesa Fernández, una vecina de barrio Chalet que salió en canoa con sus hijos de 6 y 12 años y Uriel, que tenía tan solo 12 días de vida. Al huir, Uriel fue arrastrado y alejado de su mamá por la fuerte corriente del agua. Relatos como el de Vanesa dejan al descubierto la falta de justicia y la impunidad de los funcionarios responsables de un Estado que nunca reconoció la culpabilidad de 158 muertes.
“Se me enfermó mi hija más chica. Le dio cianosis, por la humedad y el frío. Ahí me di cuenta que no valía la pena estar sufriendo por lo material, sino que debía enfocarme en mi familia”, dice mi vieja.
Cada vez que mi mamá retoma anécdotas de la inundación no puedo dejar de pensar en cómo habrá sido sobrellevar esa situación en su cabeza y en su cuerpo, con dos personas a su cargo. Me pregunto si la ayudé o le compliqué aún más las cosas. Como adolescente, estaba abochornada por la situación. Porque mucho se habla de solidaridad, que existió, pero no se habla de cómo nos hacía sentir la gente que nos miraba con asco cuando deambulábamos con lo puesto por la ciudad.
Nosotras, con otras
La maternidad tiene otras cosas que nadie nos dice, pero que en el transcurrir nos vamos dando cuenta. Siempre hay otras mujeres ejerciendo el cuidado desde lo colectivo. En mi caso, fue una tía que vivía con nosotras, en quien mi mamá se apoyó para así poder caminar más de 30 cuadras todos los días, solo para seguir la bajante del agua día a día y ver la posibilidad de entrar en nuestra casa y sacar algunas pocas cosas que todavía podían recuperarse.
Cuando el agua bajó en mi cuadra, algunos barrios vecinos todavía seguían inundados. San Lorenzo fue uno de los más complicados. Cuando pudimos limpiar una pieza y volver a dormir a nuestra casa, rodeadas de un olor a podrido que hasta el día hoy lo asocio a esta experiencia horrible, una amiga de mi mamá, la Moni, también vino a ocupar una pieza de nuestra casa con toda su familia. Ambas eran amigas de hace muchísimos años. Ella era de barrio San Lorenzo y le quedaba cerca estar en nuestra casa, para, al igual que nosotras, ir y venir todos los días y cuidar las pocas cosas que el agua no se había llevado.
Nuevamente, las mujeres eran la cara visible de la solidaridad. Cuidaron hijos propios y ajenos, se organizaron en ollas populares, escuelas, vecinales y roperos comunitarios. Mantuvieron espacios limpios, y una vez más se encargaron de las infancias. Algunas se quedaron vigilando sus pertenencias en los techos, otras cuidaban de los suyos en centros de evacuados, otras en carpas y vagones en la estación Belgrano. Nos desparramamos por la parte seca de la ciudad y nunca dejamos de cuidar y de organizarnos, hasta el día de hoy, en el que seguimos reconstruyendo nuestra memoria colectiva y luchando como nos enseñaron nuestras madres.
Captura en imágenes la lucha feminista y gestiona las redes sociales.