En el penúltimo mes del año, llega a Periódicas la quinta entrega de Editorial de L'aire. 'Sin olor a velas ni flores' es un cuento de Carina Radilov Chirov.
Sin olor a velas ni flores
“Tal vez era muy valiente.
Tal vez era un poco chiquita.
Tal vez estaba demasiado cansada.”
Graciela Montes
La potencia del viento presiona contra su cuerpo que pedalea. Tiene que ser más veloz, volar sobre el asfalto para llegar a tiempo, antes de que el pulpo la rodee con sus tentáculos. Le había contado a Leandra el cuento del pulpo hasta volverlo un animal doméstico, un triste bicho fofo que era vencido por la valiente karateca. Noche a noche le había agregado detalles a la historia, que había empezado a contarse para sí y acabó por ser la nana de los buenos sueños de ambas: de su hermana y suya, compartida bajo las frazadas. Pero el pulpo revivió por hambre, una voracidad que ningún monstruo marino alcanza, sino que es propia de hombre cebado en carnes tiernas.
Debe cruzar media ciudad, pasar frente al cementerio, atravesar la ruta, seguir por el camino que limita con el basural, avanzar dos cuadrados más, girar a la izquierda y luego entrar al campo donde las abejas hacen su trabajo. La desesperación le redobla la energía para ganarle al viento sur este último tramo. Ya cuando gire y entre en la calle San Juan irá de costado al viento, zamarreada pero más liviana.
Las primeras veces que debió ir al campo de las abejas, tenía 8 y Lea, 5. Como no podía explicarle a ella por qué lloraba cuando volvía, ni por qué no tenía ganas de jugar, había recordado un relato que habían leído en la escuela. Contaba la historia de una niña que se quedaba sola en un pueblito con un gigante hambriento que se devoraba todo: árboles, plazas, vías de ferrocarril. Vencía su miedo parada sobre un banquito verde, gritando su nombre. El cuento original se había ido transformando en otra historia. Desde el principio, el gigante fue un pulpo, porque la repugnancia y el asco que se le habían infiltrado en los huesos y en la sangre, los veía encarnados en los brazos ondulantes de ese animal.
Cuando empezó a menstruar, el verano pasado, y se supo en la casa que ya era señorita, el Chungo dejó de llevarla al campo de las abejas. Esperó semanas a que se repitiera la orden. Él la trataba como a una desconocida. Le exigía que trabajara más, colaborando en las tareas con la madre; la hacía levantarse a la madrugada los sábados para cocinar los pasteles que luego vendían. Pero aún con los gritos, aún con los insultos, se fue sintiendo liberada. Por eso se confió. Creyó, durante ese tiempo, que había recuperado una vida para sí misma.
Esta mañana, cuando freía los últimos pastelitos, había escuchado que el Chungo le decía a la madre me llevo a la Lea para que me ayude en el campo. La mano se le congeló sobre la grasa hirviente. Sólo cuando sintió la temperatura que calentaba la espátula hasta adherírsela a la palma, reaccionó. Soltó el mango por reflejo y la grasa se salpicó contra los azulejos, sobre la cocina. Ésta anda cada día más idiota, oyó que escupía el hombre.
Había corrido detrás de la camioneta para pedirle al Chungo que la llevara a ella. Lean la miró a través de la ventanilla con miedo, aún sin saber de qué, por el pánico que le transmitía la desesperación de su hermana. La madre, detrás, callada. Mamá, por favor, no dejes que se la lleve al campo, la Lea es muy chiquita. La madre se mantiene en silencio, le da la espalda y vuelve a limpiar la suciedad. Mamá, mamá, vos sabés. Le sacudió el brazo para que se diera la vuelta y la mirara. Salí de acá, dejame limpiar lo que ensuciaste.
Había comprendido que si existía alguna salvación, tendría que hacerse cargo porque su madre permanecía ajena. Tuvo el impulso de gritarle, de pegarle una cachetada, de dañarla para que se despertara. Pero recuperar a su hermana era más urgente, no pensaba en qué harían después, ni siquiera en cómo la sacaría del campo, no pensó en que tenía sólo 12 años de flacura en el cuerpo.
Buscó la bicicleta en el patio. Para sumar angustia, la goma de atrás estaba completamente desinflada, así que la llevó caminando hasta la gomería del Colorado. Detestaba ir a ese taller, el Colorado tenía un gran lunar que le sobresalía al lado de la nariz y una mirada de carancho que buscaba esquivar. ¿Tenés pastelitos para vender hoy, nena? Que no tenía, que tampoco tenía monedas para pagarle la inflada de la goma. No pasa nada, después me lo traés, linda. Dio la vuelta para salir del taller impregnado de olor a grasa y a cigarrillo negro. La siguió mirando el Colorado, cuando trepó a la bici para arrancar el pedaleo contra el viento.
¿Cómo se llamaba la nena del cuento aquel, la del banquito verde? Necesita recordar su nombre, porque en él se guardaba el secreto del poder. La nena hacía algo con su nombre para vencer al gigante, qué era, qué magia o milagro lograban enterrar al monstruo devorador en un pozo profundo de donde jamás podría salir. En medio de su frenético andar no miró que cruzaba la calle Mitre con el semáforo en rojo, hasta que un bocinazo le hizo perder el equilibrio. Apoyó el pie derecho para frenar la caída y el tobillo se le dobló en una torcedura que dolería más tarde. El tipo del bocinazo la insultó antes de seguir, pero ella no escuchaba nada más que su voz interior preguntándose cómo, cómo se llamaba la niña del cuento.
Para acortar el camino, subió a la plaza y embaló hacia el mástil, desoyendo los gritos del placero que le ordenaba bajar de la bici. Mathieu, el cuidador, reconoció a su vecina, la hijastra del Chungo, la mayorcita. Hijas y madre poco dadas a las conversaciones. Habían llegado del norte, no se sabe de dónde, alguno de esos pueblos devastados por el calor y la pobreza. Tostado quizás, o de Santiago, pensó Mathieu, por lo marrones y silenciosas que eran.
Nunca en su vida se había sentido tan urgida. Lean había tenido una vez como mascota, un hámster que se murió. La rabia y la pena que había sentido entonces, cuando debió decírselo, son como agua ante el agrio líquido que le sube y le baja por la garganta. Erguida sobre los pedales de la bici, busca hacerse aerodinámica para perforar la cortina de viento como un gorrión asustado. Sabe que el Chungo no se acercará a Lean en la primera salida. Antes, la rodeará con sus palabras retorcidas, diciéndole que es una nena preciosa, su preferida, que él la cuidará siempre. Que ella le debe dar cariño también, para que él nunca deje de cuidarlas, ni a ella ni a la madre. Para que no quiera devolverlas a ese montón de casas sin dios de donde las había sacado. Un alambrado con palabras para que la niña no tuviera escapatoria. Las cicatrices en sus antebrazos son la prueba del combate contra sí misma, para recordarse que está viva.
No pensaba en qué sucedería después, cómo traería de vuelta a Lean ni cómo se enfrentaría al padrastro. Para eso habría tiempo, cuando Lean estuviera en casa, verían cómo protegerse entre ellas, si eso era posible, y si no lo era... No cabía en su pensamiento otra idea más que recuperar a su hermana, que no se le llenara de zumbidos de abejas la mente, que no le se le incrustaran los aguijones que a ella misma la atormentaban en sus sueños. Al fin terminó la pelea contra el sur, el viento de costado la empuja pero puede tomar velocidad.
Pasando frente al cementerio, recordó una visita a otro, al de su pueblo, donde estaban sepultados sus abuelos. La tarea inútil de sacarle la tierra a las lápidas, para que cuando se dieran vuelta estuvieran empolvadas otra vez, porque el polvo nunca se va allá, de donde vienen ellas. Imágenes confusas de su infancia, cuando la abuela aún vivía y curaba el empacho con centímetro y el mal de ojo con rezos. La panza mullida de su abuela donde apoyaba la cabeza en las siestas largas, para dormitar de a ratos, esperando que calmara la resolana, para salir a mojar el patio de tierra, a tratar de asentar el polvo. Su abuela le enseñó a tomar mate de leche de chiquita. Cuando estén en casa le preparará a Leandra mate de leche, que conforta, dulce y espeso.
Esperó al lado de la ruta hasta que se despejó de los camiones; luego cruzó hacia el camino de tierra. Siguió pedaleando entre el olor del basural, el humo hediondo de la quema que le secó la garganta. Avanzó entre dos campos con rastrojos. Una camioneta la empapó de tierra. Ahí estaba, la entrada al campo de abejas.
Frenó la bici para respirar, recuperando el aliento agotado en el pedaleo. Caminó por el huellón hacia la tapera donde el Chungo tenía las colmenas. ¡Lean!, Leíta!, empezó a gritar mientras se acercaba. ¡Lean, mamá mandó a buscarte! Detrás de las paredes sin techo apareció él. ¿Qué hacés vos acá? ¡Pendeja desobediente, te dije que le ayudés a tu madre! Mamá me pidió que lleve a la Leandra, para repartir, hay muchas docenas hoy.
¡Quién te creés que sos, basurita, venir a seguirme, a prepotearme! El Chungo furioso se le venía encima, así que retrocedió con la bici como escudo. ¡No, no, es que mandó mamá! Tu madre es una inútil que crio dos inútiles como ustedes, basurita! Le apoyó la mano en el manubrio y tironeó para quitarle la defensa. Ella lo soltó, bajó la vista, sabía que si lo encaraba se enfurecería más. Por favor, sólo por hoy, que no te ayude, tenemos que irnos, la gente espera los pasteles. El Chungo tiró la bici a un lado, la cazó de las muñecas, apretándoselas como a dos ramas quebradizas. Vio a Lean acercándose silenciosa por detrás, con un palo. Le hizo un gesto para que lo dejara, qué iba a hacer esa chiquita contra la fuerza del hombre. La hermana se detuvo, al aguardo de otro gesto, espantada pero alerta.
La forzó a arrodillarse para pedirle perdón, la obligó a decirle Papá, perdóneme. Obedeció porque contaba con aplacar al pulpo con la mansedumbre, podía ganarle con engaños más que con los golpes de karate que le narraba a su hermana en la historia de las buenas noches. La retuvo, con las rodillas entre los pastos ariscos y duros. No podía levantar la mirada para buscar la de su hermana y tranquilizarla. Andate con esta otra, vos, pero no creas que te vas a salvar de trabajar acá. Tienen que ganarse toda la comida que les pongo en la boca.
Se treparon a la bicicleta, Leandra de pie, sosteniéndose en los hombros de su hermana. Ahora pedalear le hacía doler las pantorrillas, sentía que avanzaba como en un mal sueño de esos que solía tener, donde intentaba volver a un lugar y algo como una gravedad horizontal o una baba invisible empujaba sus pasos, haciéndole el avance muy lento, y angustiante. Frente al cementerio, frenó junto al cordón de la vereda. Le dijo a Lea que irían a la capilla. Necesitaba calma. En su cabeza oía el vuelo de miles de abejas turbándole los pensamientos. La torcedura del tobillo, de cuando frenó en el cruce, empezaba a hincharse y a latirle.
Dentro de la capilla, brillaba una lucecita en el altar, detrás del cual Cristo sangraba. Había una imagen de la Virgen, otra de un santo hincado por flechas. Algunas sillas arrimadas en un rincón como si hubieran hecho lugar para un baile. Las hermanas se sientan sobre el suelo helado, en esa capilla sin olor a velas ni a flores. Afuera, continúa soplando el viento del sur, llevándose nubes y más nubes hacia el norte, arriándolas, queriendo armar su propia hacienda.
¿Por qué viniste Lau? La voz de Lean casi no se oye, se le confunde con el ulular del viento. Pero entendió las palabras, sólo que ninguna respuesta es capaz de darle a la hermana. Decirlo en voz alta sería confesar su propia vergüenza, exponer su llaga para que duela más. Desea que Lean conserve la duda, aunque el miedo ya está inoculado. Cuando crezca, entenderá, inevitablemente lo sabrá. ¡Cuando crezca! Una llamita de esperanza ilumina la mirada de Laura.
Si el Chungo dejó de requerirla cuando le llegó la sangre, podía salvar a Lean con la misma razón. No era raro que una nena de 9 años empezara temprano a sangrar, a una compañera de curso le había pasado, justo cuando viajaban en micro a Santa Fe. Pero entonces debería hablar con ella, explicarle algo, hacerle saber. Que perdiera la inocencia de niña por saber y no por vivir los abrazos del pulpo. Deberían engañar también a la madre, en ella ya no podían confiar. Se tenían únicamente a sí mismas. Pero dos son más poderosas para dar pelea a los bichos de ojos saltones y ventosas en los brazos.
Aquellos rezos de su abuela, que creía olvidados, volvieron a su mente, apenas ocultos detrás de otros recuerdos. Junto con ellos, una pena muy vieja trepando como enamorada del muro, cubriéndola entera. Mira a la hermana y piensa en su madre. ¿De dónde le viene tanto miedo, tanto sometimiento? ¿Y su abuela? La asiste en el recuerdo, escucha su voz a la siesta. Virgencita niña, cuidame la vida. Virgencita niña, cuidame el sueño. Virgencita niña, no me abandones.
La voz de Lean se acopla a la suya, un sonido débil dentro de las paredes de la capilla. Ave María, Dios te salve, Credo y Padrenuestro, todas las oraciones que recuerdan las han pronunciado. Más que en su propia fe, cree en la fe de su abuela, cree en darle a Lean algo para sostenerse cuando lo necesite. El nombre de la nena del cuento le resuena clarísimo ahora en la memoria. Irulana se llama. Y a la Virgen le piden que les dé el coraje de Irulana, que enfrentó al gigante sólo con su nombre.
Es pasado el mediodía cuando salen de la capilla. La goma de la rueda trasera se ha vuelto a desinflar, y eso le da un respiro a Laura. Podrán caminar juntas bajo el sol del invierno, tendrá tiempo para buscar las palabras que no lastimen pero a la vez, que sean fuertes para transmitirle valor a su hermana. Lean la escuchará y, se atreve a pensar en un quizás. Quizás al pulpo se le pudran los brazos, se le sequen las ventosas, se le acabe la furia.
Por hoy, la anima esa esperanza, le basta para desandar el camino hacia la casa donde los pasteles se han enfriado, condensando un rocío de almíbar dentro de los envoltorios.
Autora: Carina Radilov Chirov. Escritora, docente de literatura, activista feminista en Sunchales, pcia. de Santa Fe. Libros: 'Flor del llano' y 'Donde empieza a moverse el mundo'. Publica poemas y cuentos en medios digitales y antologías.